miércoles, 31 de agosto de 2011

Abrazo sin manos


         Llevo días preparándote este regalo, tanto como tiempo hace que me enteré de que venías a verme. Desde entonces te lo prometí: te regalaría el mejor de los abrazos sin manos que pudieran haberte dado.
         Esta mañana me desperté temprano y me sumergí en las espumosas aguas de mi bañera, intentando compensar esa cierta levitación de mi cuerpo con esa otra que me produces continuamente en el corazón.  Depilé, con sumo mimo, toda mi piel pensando que lo hacía para ti, y la unté con aceite de almendras perfumadas, dejándola con esa suavidad que tanto provoca tus deseos. Alboroté mi melena leonina, como tú le llamas y me vestí con el conjunto de lencería, amarillo melón, que me enviaste por mi cumpleaños.  Mirándome al espejo y conociéndote, sospecho que te gustará mucho más verlo ahora que cuando lo tuviste desinflado entre tus dedos. Desayuné de esta guisa, mientras te soñaba en cada mordisco a la rebanada de pan a la que intentaba semejar tu cuerpo.
         Acababa de poner los platos en el fregadero cuando tu forma característica de llamar me impelió hasta la puerta. Se me convirtieron en una eternidad los segundos que transcurrieron hasta que te vi y otra el tiempo en que tus labios aprehendieron jugosos a los míos. Sabes bien cómo derretirme y quebrar mis pocas defensas frente a ti, si es que queda alguna, a lo que sin duda contribuye el olor almizclado intenso de tu cuerpo. Me sentí arrastrada contigo, sumidos en un rebujo, hasta este sofá en el que estamos y que tanto sabe de nosotros. Inquietamos nuestros sosiegos con el intercambio de nuestras caricias y como en cruenta batalla, toda la tela se fue desprendiendo de nuestras pieles, dejando nuestras desnudeces al descubierto y sometidas a nuestro mutuo regocijo. Tu dádiva más deseada enderezó sus formas y aquellos simples escarceos, como si esculcaran algo valioso por mi bajo vientre, terminaron en una dulce inmersión hasta mí más hondo. 
         Entonces, ahíta de goces, cumplí lo prometido y te di este abrazo en torno a tus ondulantes nalgas… con mis piernas. Cosquilleadas por esa ralea de vello negro que te cubre, tensé mis pantorrillas que te aprietan contra mí, como para que no te vayas… Primero con un intenso abrazo y luego con un ligero vaivén que acompaña mis deseos y acrecienta mi placer. Y noto como sigues creciendo dentro de mí, aumentando ¿es posible todavía más?, mi goce a un extremo inenarrable. Entonces tu cuerpo se agita, arrastrándome en sus sacudidas y te desplomas sobre mi pecho. Todavía noto, a continuación, en mí unas pequeñas sacudidas eléctricas que gozo mientras tus labios exhaustos  empapan mi cuello de tu saliva. Después de esto soy yo la que se derrumba, pero sigo con mis piernas insistentemente anudadas en torno a ti…y es que ¡me siento tan a gustito!

lunes, 22 de agosto de 2011

Tedio


Los minutos de aquella frustrada siesta transcurrían con la lenta parsimonia de un caracol. El cuerpo desnudo de Sara, tendido sobre las sábanas, intentaba relajarse, lo que su mente le impedía. A través de sus ojos entrecerrados observaba la característica luz de una agobiante tarde de calor de agosto, que se filtraba por la persiana de su dormitorio. Aquel calor, incluso en la acogedora sombra de su cuarto silencioso, la envolvía en un intenso ardor y provocaba que, de cada uno de sus poros, empezaran a manar minúsculas gotas de sudor, que iluminaron toda su anatomía como pequeñas luciérnagas en la penumbra.

         El  tictac machacón del despertador irritaba su ánimo y espantaba su sueño, que no su amodorramiento. El calor se le hacía cada vez más insoportable. Sentía como su larga melena de rizos negros en cataratas, que imaginaba en total desorden, iba impregnando de sudor su almohada. Su espalda húmeda se iba pegando poco a poco a las sábanas y al acercar su mano a su pecho, sintió como las yemas de sus dedos se iban deslizando con facilidad por el sudor.

         Dibujó, como si estuviera aburrida, con aquellas yemas mojadas las formas, aparentemente serenas de sus pechos y se distrajo usándolos como un tobogán por el que descendían juguetones los dedos. En un determinado momento se desviaron y tropezaron con la pared rugosa e inusualmente dura de sus pezones. Aquel roce, la excitó… Siguió acariciándolos y se pusieron como el pedernal. Bajó por su barriga y gustó esa inmensa suavidad que tanto gustaba a aquellos hombres que la habían catado y gozó del chapoteo que produjo la inmersión de su dedo índice en la oquedad cubierta de sudor de su minúsculo ombligo.

         Ya había perdido el sueño, sólo quería sentir, sentir  todo lo que pudiera. Imaginaba…se imaginaba entre unos brazos fuertes y musculosos que la envolvían en ternura y sus dedos semejaban los movimientos que ella hubiera querido de esos gestos masculinos. Bajó su mano por su pubis liso, degustando sensaciones que se iban internando hasta su mayores simas, encontró sus pliegues y hábilmente con el dedo índice de la mano derecha, los fue recorriendo, como si los rasgara obteniendo sones mágicos.  Encontró un camino de cosquilleos y lo fue siguiendo con insistencia, hasta que todo su cuerpo se convirtió en pura ansia. Notaba, todavía más, la humedad de su espalda mezclada con la de las sábanas y esa otra, de un sabor que suponía más dulzón, que le hacía, ahora, gotear su dedo. Imaginó su cuerpo ávido penetrado hasta lo más hondo. Estiró su cuello, echó su cabeza hacia atrás, cerró sus ojos y su cuerpo se vio envuelto en sacudidas, mordió sus labios, sólo un instante, porque de ellos salió un largo gemido a la par que ella se veía descendiendo a  toda velocidad por una montaña rusa.

         Algunas leves sacudidas le siguieron… Se pasó el dorso de su mano por su frente chorreada y no recordó nada más, porque fue justo en ese instante cuando cayó en los brazos del más dulce de los sueños.

jueves, 4 de agosto de 2011

La corrida

        
      Era la noche ideal, adornada de sones de luna llena y con el silencio alborotado por el murmullo de las chicharras. Sabía que estabas allí, ¿esperándome? Eso nunca lo supe. Me desprendí de mi ropa, quedando vestida únicamente por la brisa y salté hacia donde tú te encontrabas. Dormías… Me gustó contemplar tu cuerpo tendido, sometido al vaivén de tu respiración y dejar resbalar mi mirada deseosa por tus músculos primorosamente torneados, que tanto me imponen como me ponen, mientras fantaseaba que soñabas conmigo.
         Abriste un ojo y súbitamente te incorporaste. Te acercaste a mí, sin dejar de mirarme. Primero muy despacio y luego con esa aceleración que te provocaba tu instinto. Esquivé aquel abrazo sin manos, sintiendo el roce de tus vellos sobre mi cuerpo desnudo lo que me provocó ligeros estremecimientos. Yo me acerqué a ti. Buscaba el provocarte. Y vaya si lo conseguí… Tu aproximación brusca, hizo saltar la tierra bajo tu cuerpo y el aire de tu alrededor formó remolinos en mi cabello. Me pasaste a pocos milímetros y pude acariciar suavemente tu lomo.
         Y en este juego a dos distrajimos los minutos, mientras el fluido que desprendías mezclado con mi sudor, tintaba de manera caprichosa en color ocre, por culpa de la luz nocturna, mis desnudeces. Al fin llegó  ese momento, que yo sabía que tenía que llegar, soplé el flequillo alborotado que cubría mis ojos, estiré mi brazo hacia ti y al punto sentí como te agitabas poco a poco, desde tu interior hasta tu piel. Tu cuerpo dio varias sacudidas sobre sí mismo, hasta que tus músculos se debilitaron y caíste exhausto con tu lengua rozando mis pies. Como si me hubieras contagiado un ligero cosquilleo erizó mi piel y agotada y sudorosa me dejé descansar con mi cabeza sobre ti. No sé si había sido la mejor de tus corridas, pero sí estoy segura de que ha sido la última.