lunes, 31 de octubre de 2011

Pura piel

Cada mañana cuando las plantas de sus pies aterrizaban sobre el mármol, dejaba que el aire de su habitación arrullara su piel desnuda. Echaba una mirada al espejo, de soslayo, con una cierta turbidez debida a la presbicia, y desaparecía en el interior de la ducha. Disfrutaba de aquellos chorros de agua caliente e imaginaba que dibujaban desde la cabeza a los pies líneas de vida, pues cuando salía, envuelta en vapores húmedos, se sentía realmente viva. Escogía con mimo la lencería que se iba a poner ese día, colocándosela consciente de cada movimiento y realzaba, a continuación, sus facciones con colores escogidos entre sus pinturas. Se ponía un vestido vaporoso, con el que terminaba de cubrir su piel y se lanzaba al reencuentro de su día.

Sentía el rumor oculto de su piel en cada una de sus acciones, cuando el calor insistente del verano la tiznaba con el más hermoso de los tonos canela o cuando, en días de  frío, ésta se erizaba en miles de poros que sobresalían como volcanes empenachados y silenciosos. A lo largo de su jornada, cada cosa que tocaba, cada contacto que sentía era una excusa para recrearse en mil sensaciones, pero nada como las del atardecer…

…cuando llegaba a esa hora de luces apagadas, colores etéreos y ruidos atenuados en que acudía a la cita cotidiana con su amante. Le gustaba ese gesto brusco que sustituía súbitamente el contacto de sus vestidos por aquellos dedos dotados de magia que alborozaban cada uno de sus centímetros. Saboreaba el extravío entre aquellos brazos velludos moldeadamente musculados y la acogida de aquel cuerpo que se enroscaba hábilmente en torno a sus caderas. No se aburría de aquella caricia insistente que endurecía  sus pezones y sobre todo le gustaba sentirse agitadamente horadada por aquellos dedos que esculcaban, como hábil zahorí, en su interior haciendo brotar, aparentemente de la nada, un manantial de placer que le hacía gustar y conocer en el más amplio sentido hasta qué punto inimaginable podía disfrutar gracias a su piel…

viernes, 21 de octubre de 2011

Decírmelo

     

             Hay mucha gente que me quiere...
           ....pero nadie que me lo diga...
        ¡de esa manera  tan maravillosa
         como tú lo haces!

martes, 11 de octubre de 2011

El cocinero novato


         Siempre le habían horrorizado los fogones, quizás fue consecuencia de aquel puchero hirviendo que se le derramó encima con cinco años, pero con ayuda de su mujer llevaba tiempo mentalizándose para iniciarse en ellos.
         Se le ocurrió sorprenderla, iba a hacer un guiso de marrajo y con la ayuda del google obtuvo la receta. Ya estaba en faena, incluido el lazo a la espalda del mandil floreado que se había colocado. Sacó el marrajo de la bolsa de plástico reprimiendo un gesto de asco ante el tacto escamoso de aquel pescado y el goteo sanguinolento que dejó. Echó el aceite en la olla y cuando comenzó sus primeros hervores, rodajó con levedad una zanahoria y machacó, más que cortó una cebolla y un diente de ajo. Sintió horror ante la mezcla de olores que se agarraron a sus dedos. Todo aquello borboteaba y el aceite daba saltos, de los que él se protegía con inútil destreza con la tapadera de la olla como si blandiera un escudo. Cuando aquella mezcla amarilleó, cogió una botella de vino blanco y chorreó el interior de la olla como si intentara apagar un incendio.  Añadió los trozos de marrajo, la sal, una ráfaga de pimienta que le hizo dar dos estornudos y un chorro de agua. Quince minutos haciendo plof, plof decía la receta…
         A medida que pasaba el tiempo, su nerviosismo y su impaciencia se hacían más visibles y no paraba de mirar a las agujas del reloj que le parecían moverse con extrema lentitud. Cada vez se arrepentía más de esta idea culinaria que había tenido, ¡seguro que aquello estaba incomible! El timbre del reloj de cocina le despertó de estas cavilaciones, justo en el momento en que sintió la puerta: su mujer acababa de llegar de la calle. Entró por la puerta en el momento en que él giraba a cero el mando de la vitrocerámica.
         Ella al ver aquella olla humeante le emitió más que una sonrisa luminosa, destapando la olla, aspirando el olor y mirando en su interior. ¿Me das a probar? ,  le dijo con una voz que él adivinó teñida de seducción. El introdujo su dedo en el guiso y lo posó, con la mayor de las delicadezas, tintando levemente aquella sonrosada lengua que, con sus papilas deseosas, brotaba de su boca. Los párpados de ella se cerraron, destacándole sus pestañas rizadas y negras y un “ummmmm” salió de su boca al degustar aquel guiso. Él cuerpo de él sufrió unos ciertos temblores y  a partir de ese momento, perdiendo cualquier atisbo de miedo y empezando por deshacer el lazo del mandil primero y el botón del pantalón después al que siguió un espontáneo descenso de la cremallera , supo que iba camino de ser un excelente cocinero.