miércoles, 29 de agosto de 2012

La llave mágica


            Siempre fue un misterio para mí, hasta que te conocí, lo que tú llamabas mi cofre del tesoro. Oculto y velado a mis ojos, incluso en esos momentos en que intentaba verlo, girando mi cabeza, se movía y eludía mi mirada. Empecé a acostumbrarme a él a partir de que notara cómo lo contemplabas y de que, de vez en cuando, me lo fueras describiendo: el tono de su superficie, cada uno de sus recovecos, uno a uno sus lunares (que tanto te provocaban)…pero la entrada a él  la tenía prohibida a cualquier goce. Me educaron en el pensamiento de que sólo era lícito el placer por delante o por arriba y que el revés de mi cuerpo sólo tenía una única y delimitada función. Tú me hablabas de esas nuevas sensaciones, que yo no podía imaginar. Mi deseo por ti me empujaba a creerte, pero mi bloqueo me podía y aquel cofre permaneció herméticamente cerrado.
         Hasta aquel día… Todavía no sé muy bien cómo lo hiciste, pero debías de estar tan harto de insistirme que ya no me dijiste nada y en vez de articular palabras, usaste tu lengua de una manera diferente para convencerme. Aprovechando que estaba tumbada desnuda y boca abajo, se alió con tus dedos en caricias suaves y repetitivas que arrancaban, de la zona situada bajo mi espalda, deleites de progresiva intensidad. Aunque era un día fresco de los poros excitados de mi piel brotaban gotas brillantes de sudor. Hubo un instante en el que tu lengua me  pulsó me un determinado punto, situado entre mis nalgas, y me provocó una corriente eléctrica de apetitos nuevos, que derribó mis muros más firmes. Mi mano, entonces, se deslizó hacia la tuya, apretándola, como si con ello te hiciera entrega de la llave mágica del cofre de mis tesoros.
            Percibí cómo la cogías entre tus manos y te aproximabas a  mí con la suavidad del vuelo de una mariposa, explorabas con mimo deseoso aquella entrada y sin aprovecharte de la confianza que te había entregado la fuiste, muy poco a poco, introduciendo en mi cerradura. Sentí una sensación extraña ¿molesta?, pero paradójicamente gustosa, eso fue sólo unos instantes porque aquella aparente incomodidad fue transformándose en un manantial de deseo que fue invadiendo todo mi cuerpo. Yo quería más, mucho más, sentir como esa llave seguía su camino. Un cosquilleo gratamente insoportable me produjo el contacto alborotado del vello de tu pubis con mi piel. La persistente penetración de la llave con las paredes de mi cerradura se transformó en intensa caricia y fue fluyendo hasta la mayor de mis honduras con suma habilidad. Llegó un momento en que ya no pude aguantar más, fue como si los goznes necesarios hicieran saltar de golpe la tapa de  aquel cofre, que ha quedado abierto, de par en par, y en el que desde entonces compartimos nuestro mutuo placer.

sábado, 18 de agosto de 2012

Su baile


          Nací hace muchos años en el barrio de Santiago de Jerez de la Frontera, en donde crecí al ritmo de bailes y cantes flamencos. Desde que tengo recuerdos siento fluir el baile por mi sangre y hasta cuando camino por la calle me cimbreo al aire de sus compases. Razones laborales me llevaron al nordeste y fue cuando conocí a una catalana de rizos castaños, que se adueñó de mi corazón. Los inicios, como suelen ser en estos casos, fueron maravillosos pero la continuidad de la relación hizo que a mí me empezara a faltarme algo de ella: el baile.

            Y en días azules y noches de estrella intenté enseñarle los rudimentos de esos movimientos que eran mi vida. Ella, respondiendo a mi insistencia, lo intentó, pero carente de todo duende, las piernas se le anudaban y se torcía los dedos de los pies en imposibles piruetas. Me llegué a “resignar” a aquella carencia que nos acompañaba, hasta que  llegó nuestro quince aniversario…

            Llegué a casa de trabajar y cuando le di al interruptor de la luz, ésta seguía ausente. Siéntate en el sofá, me dijo.  Y entré en el salón, sentándome, donde una luz tenue iluminaba desde un rincón.  Una música oriental rompió el silencio y a través de la puerta apareció ella envuelta en sinuosos movimientos y desnuda salvo una escasa tela negra con la que velaba el hueco entre sus piernas. Sus brazos extendidos hacia el techo descendieron por los aires haciendo dibujos invisibles, mientras sus pechos, como dos fanales que alumbraran su cuerpo, oscilaban desacompasada pero rítmicamente con aquella música. En sus aureolas superlativas destacaban sus pezones cuyos centros se acrecentaban a medida que se endurecían. Las caderas se le ondulaban, flexionando sus piernas y adelantaba su ombligo hasta mí, tan próximo que llegaba a aspirar el olor intenso de su sexo que untaba mi nariz tras atravesar la tela. En un determinado momento, con un simple gesto, aquella tela se desprendió de su cuerpo, aleteando, hasta caer sobre mis ojos. Y sentí como su más bello escondrijo con movimientos acompasados, se deslizaban por mi rostro hasta encontrarse con mi boca.  Sus piernas colgaron por encima del sofá y sus labios con mis labios conversaron humedecidos por el sabor intenso que manaba del manantial de sus honduras. Mi lengua escapaba de mí hacia ella, queriendo herirla de goce, quedando quieta y expectante cuando, tras un trabajoso ajetreo, su cuerpo cambió el ritmo de la música por el de sus hondos gemidos y las sacudidas espontáneas e intensas del placer. Tras ese momento sus labios y los míos quedaron quietos, en íntimo contacto, sintiendo sólo sus mutuos latidos como si dentro tuvieran unos pequeños corazoncitos. Nuestros cuerpos impregnados en sudor ajeno se derrumbaron uno sobre otro…

            Nunca más, después de eso, eché de menos el baile. Me di cuenta de que ella estaba también dotada para el  baile, pero para uno diferente y, sin duda, más gustoso que el mío.

domingo, 5 de agosto de 2012

Ahogada en besos


      Era su primera vez. Sí ya sabía que no estaba haciendo nada malo, pero tras tantos años de casada, se le hacía cuesta arriba irse de viaje a la costa con sus dos amigas y dejar en casa trabajando a su marido. Claro que la pasión no era la de antes y que, además, le vendría muy bien el cambio de aires, pero aún ya decidida, le seguía dando un “nosequé”. Salió de casa sentada de copiloto y abrió la ventana para disfrutar del aire que, caprichosamente, le encrespó su cabellera. Empezó a saborear los olores como el de la hierba seca de los campos que le despertó el olfato. Tras unas decenas de kilómetros, la brisa del mar le anunció, aún lejos, la cercanía de aquellas ansiadas olas por las que anhelaba  dejar abrazarse. Llegaron al  hotel y ahora le acompañó una sabrosa mezcla a romero y limón y el aroma a piscina que empezó a despertar su sensibilidad dormida. Era ya tarde y sólo pudieron comer algo y, en seguida, les venció el sueño.

Cuando despertó por la mañana, le acompañó el rumor de la respiración leve, nada que ver con aquellos escandalosos ronquidos de su marido, de sus amigas en las cercanas camas. De repente sintió con una extraña sensación a la que no podía dar nombre. Por un lado se sentía nueva, diferente, con una nueva capacidad de desarrollar muchas cosas, pero de pronto algo cosquilleó en su interior. Por la persiana un tenue rayo de sol le arrancaba brillos a la lámpara metálica del techo, Un cierto anhelo le empezó a recorrer de pies a cabeza.  Primero muy suavemente, casi imperceptible, era como una corriente eléctrica que la iba envolviendo por toda su superficie. ¿Qué le sucedìa? Se dio cuenta de lo que era: no estaba acostumbrada a despertarse así.

Desde hacía muchos años, sus primeras sensaciones del día estaban revestidas de humedad. Desde que se casó nunca había tenido que poner el despertador, ni siquiera  recordaba cuando fue la última vez que se despertó sola. Eran los labios de él, rodeados por esa barba incipiente, que arañaba su cara y la adornaba en sensaciones paradójicas,  la que la cubría de besos. Siempre hacía lo mismo, los primeros besos eran menudos, unos simples, hasta que ella iba despertando y comenzaba a desperezarse, con los que lo aumentaba en ímpetu y humedad. Él era reiterativo en besos, en los primeros días a ella llegaba a agobiarse con tanta desmesura, pero con el tiempo los gozaba hasta extremos inimaginables. Y consciente de ello, él los multiplicaba cuando no quedaba ningún centímetro de su cara seca, bajaba por el cuello, se engolosinaba con sus pechos en donde tras besar succionaba y luego, sin prisas, saltaba a sus pies que parecía afilarlos con sus labios. Enroscaba los labios por sus piernas hasta llegar a ese punto, entre ellas, que lo esperaba brillante y gustoso. Allí le hacía ese boca a “labios” matinal, hasta que el cuerpo de ella agitado por acelerados temblores acababa, una vez exhausto, detenido. En ese momento, aún con su cuerpo dotado de una imperceptible vibración, posaba sus pies desnudos en el suelo con la dulce sensación de sentirse ahogada en besos.

            Pensó todo esto y no pudo esperar más en la cama. Se vistió rápidamente lo que hizo que sus amigas se despertaran sobresaltadas:
-¿A dónde vas ahora?- le preguntaron.
-A casa.
-¿Y eso?
-Me voy corriendo a ver si todavía llego a tiempo de que me despierte de la siesta- fue lo último que sus amigas escucharon, tras cerrar ella, con un golpe, a su espalda la puerta de la habitación.