Siempre me ha apasionado
el mundo de los números e incluso aquella vieja teoría de conjuntos que hoy
tiene menos aplicación que una cinta magnetofónica. A lo largo de mis ya muchos
años me quedé obsesionada con el concepto del conjunto unitario. Así me he
sentido yo durante mucho tiempo, aprisionada yo misma entre aquellas llaves que
tanto me costaba trazar sobre el papel. Nunca tuve suerte con los hombres que
elegí, entre cuatro y siete, prefiero haber olvidado exactamente cuántos.
Aunque lo que no olvido era el cómo eran: celoso y absorbente o superficial e
insulso o aquel otro insultante y maloliente. Fueron desgraciadas apariciones
en mi vida o, más bien, desacertadas elecciones? Nunca lo he sabido.
Pero un día te conocí y
a pesar de que, en principio, me resistí, finalmente sentí esa extraña
atracción por ti. A medida que te iba descubriendo tu inteligencia me iba
seduciendo y tu ternura, uno de mis mayores anhelos, primero con tus palabras y
luego ¡sorprendiéndome!, con tus dedos, acabó por desmoronar los últimos restos
de mis defensas.
Así un día me descubrí
con mis labios colgados de los tuyos. Gustando ese sabor tuyo, tan distinto a
todo lo que había probado y temblé, a la vez que me alegré cuando noté cómo,
aquellas llaves que me encerraban en la unitaria soledad, se quebraban para
siempre. Éramos dos!
Desde entonces
compartimos la vida a par cual dos siamesas. Dicen que tres son multitud, pero
hoy he tenido la experiencia del cuatro. Del roce tierno y desesperado de
nuestros cuatro pechos, frotándose dos a dos en una experiencia única de
cercanía a ti y que, a partir de ahora, no lo dudes, repetiremos muchas veces
más!