lunes, 18 de febrero de 2013

Melosa


Había conocido en su vida muchas mujeres, pero tenía una queja común a todas: ninguna de ellas, ni siquiera en la mayor de las intimidades había resultado ser melosa con él. Mientras paseaba iba dándole vueltas a esa idea… Había sabido de la existencia de mujeres dulces y mimosas en películas, en novelas, pero nunca había tenido una experiencia así, una mujer que a su lado derrochara con él toda su ternura. No es que echara de menos alguien así, es que, en este momento de su vida, la necesitaba con verdadera ansia. Podría decirse que deseaba más sus anhelados mimos, que a la propia mujer en sí.

Por eso no fue extraño lo que le ocurrió en el gimnasio, mientras estaba en la cinta sin fin frente al espejo, más de un día había divisado a su espalda a una joven de turgentes formas que embutida en una ajustada malla, pedaleaba, sin que le pasara desapercibido el vaivén silencioso de sus pechos. Imposible que olvidara la primera vez que le habló, simplemente le dijo:

-¿Te queda mucho tiempo?

            No fue lo que le dijo sino cómo se lo dijo. El pestañeo intenso de sus párpados y la sinuosa forma que dibujaba con su cuerpo en el aire. Fue como si el tono de aquellas palabras, pronunciadas tan lentas y dulcemente, fuera el que siempre había estado esperando.  Mudo de pura idiotez cedió el puesto a ella en la cinta y durante unos minutos se mantuvo hipnotizado viendo el movimiento de sus firmes glúteos, mientras sus piernas caminaban a buen paso por la cinta.

Aquel instante como en Casablanca fue “el principio de una hermosa amistad” y aparte de saludos, desde entonces compartieron largos paseos en esas bicicletas que no van a ningún lado y charlas que, poco a poco, fueron introduciéndose en mayores intimidades y recovecos ajenos.

Habrían pasado un par de meses desde que se conocieron, aquel día él la veía un poco diferente. Cuando él entró en el vestuario vacío, ella lo siguió y con esa voz que lo tanto lo atraía, acercándose, le preguntó:

-¿Me dejas?
-Claro que sí –se escuchó decir, sintiéndose sin posibilidad de negar nada a la portadora de aquella voz.

Ella acercó su mano y muy despacio, como si estuviera midiendo el tiempo con una regla invisible, fue abriendo la cremallera. Él la miraba entre sorprendido, relajado y gozoso. Y aquella mano estudiadamente descarada se introdujo en el interior.

-Umm- le escuchó decir- ¡qué hermosos!¿puedo comértelos?
-Desde luego que sí-respondió- estaré encantado- añadió en el colmo de la buena educación y si le pareció descarado por su parte bien que lo disimuló.

Y ella se acercó a sus huevos, hermosamente lisos y se los metió en la boca. Élle escuchó el paladeo de la lengua en torno a aquella superficie e incluso el leve rasgueo que provocaba el roce de los dientes sobre ellos. Se deleitó en que se notaba que eran manjar de dioses para ella, mientras él la miraba complacido. Terminada aquella actividad, tras agitar levemente sus largas pestañas, le miró a los ojos, esbozó una sonrisa agradecida, limpiándose la boca con el dorso de la mano y cerró cuidadosamente la cremallera.

Cuando ella salió del vestuario, él se quedó contemplando cómo se alejaba su hermosa figura. Por un lado estaba feliz, pero por otro…sabía que aquel día él iba a pasar hambre después de que ella se hubiera comido los dos huevos cocidos, que llevaba en su cartera de cremallera y que hoy constituían todo su almuerzo.

lunes, 4 de febrero de 2013

Una preocupación inquietante


         Damián se subió la manta hasta la nariz y se tocó la cabeza. Parecía que ahora ya no tenía fiebre. Una infección de garganta le tenía postrado en la cama desde hacía tres días en los que no había hablado con nadie. Vivía solo desde que enviudó y estaba aburrido de estar aquí, precisamente en estos días en que se celebraba las fiestas en el Hogar del Pensionista del que era socio. Sonó el timbre y se levantó sorprendido, no esperaba a nadie, para abrir la puerta. Tras ella apareció Inés y en un gesto espontáneamente pudoroso se anudó la bata que llevaba sobre el pijama. Inés era soltera, de las que hasta hacía muy poco tiempo cuando se le dirigían como señora, matizaba: ¡señorita! Habían hecho una buena amistad y solía ser su pareja de baile en los guateques que organizaban allí.

-Me extrañó que no hayas ido estos días al Hogar y vine por si te pasaba algo.
-Gracias por venir. Estoy con dolor de garganta y no me puedo mover.
-Anda acuéstate-le dijo Inés tomándolo tiernamente por el brazo y tapándolo, le preguntó por la cocina y en pocos minutos le preparó un caldo caliente.
-Umm, que bien me ha sentando- dijo devolviéndole la taza- la verdad es que hacía muchas horas en que no tomaba algo caliente.

            A continuación sacó un bote de vick vaporub que siempre llevaba en el bolso y ni corta ni perezosa le desabotonó el pijama, empezándole a poner suavemente en el pecho. Damián callaba y se dejaba hacer. Estuvo a punto de hablar varias veces, pero calló, hasta que al fin dijo:
-¿Sabes que me encanta lo que estás haciendo?
-Yo estaba pensando lo mismo- repuso Inés, sin dejar de acariciarle el pecho a pesar de que ya hacía un rato que se le había agotado el vick. Siguió disfrutando con el roce de aquella piel, mientras sumergía sus dedos arrugados en el abundante vello blanco.

            Aquellas caricias fueron despertando en Damián sensaciones que creía dormida a la vez que en Inés creaban unos estremecimientos que le resultaban novedosos. Lo que iba provocando aquellas manos, la iban envalentonando y posteriormente las caricias descendieron hacia su ombligo y su barriga, pero sin detenerse ahí. Inés agradeció que el elástico del pantalón estuviera flojo para que no hubiera nada externo que entorperciera su camino hacia ese rincón mágico que con un deseo creciente le apeteció tocar. Y, sin duda, le estaba esperando, porque lo que imaginaba como un apéndice desgarbado, se le reveló, cuando acercó su mano, como una descomunal vara. No pudo resistir su impaciencia y aquella imagen, ansiosa y sorprendente a la vez, quedó al descubierto de sus ojos, para inmediatamente cubrirla de besos con sus labios.

-Desnúdate- le dijo Damián con tal delicadeza, que si le quedaba algún resto de pudor quedó disuelto y dejando, poco a poco su ropa sobre la silla, se volvió hacia él, que le dijo algo que hacía más de sesenta años que no le decía un hombre:
-¡Estás preciosa!

            Él se echó a un lado en la cama, haciéndole un hueco, en el que ella se colocó sin temor al contagio infeccioso. El reloj detuvo su andadura y aquellos cuerpos vivos en sus arrugas, se perdieron en mutuas caricias hasta que ella sintió como él la cubría por completo haciéndola suya, hasta que quedaron exhaustos y sonrientes, rodeándose con sus brazos mientras no se dejaban de mirar. Horas después ella se vistió y con un suave beso se despidió dejándole en la cama, recuperándose de su enfermedad y de aquel gratísimo esfuerzo.

            Al día siguiente volvió a visitarlo. Damián  tenía mucha mejor cara, en cambio a Inés se le veía con ojeras y cara de preocupación.

-¿Qué te pasa?- se interesó Damián.
-He dormido poco y le he dado muchas vueltas a la cabeza…
-¿Te arrepientes de lo de ayer?
-No, no es eso. Me llenaste de felicidad.
-¿Entonces…?
-Es que…como ayer lo hicimos sin protección y hoy me dolía algo la barriga he llegado a preocuparme por si me hubiera podido quedar embarazada…