Había conocido en su vida muchas
mujeres, pero tenía una queja común a todas: ninguna de ellas, ni siquiera en
la mayor de las intimidades había resultado ser melosa con él. Mientras paseaba
iba dándole vueltas a esa idea… Había sabido de la existencia de mujeres dulces
y mimosas en películas, en novelas, pero nunca había tenido una experiencia
así, una mujer que a su lado derrochara con él toda su ternura. No es que echara
de menos alguien así, es que, en este momento de su vida, la necesitaba con
verdadera ansia. Podría decirse que deseaba más sus anhelados mimos, que a la
propia mujer en sí.
Por eso no fue extraño lo que le
ocurrió en el gimnasio, mientras estaba en la cinta sin fin frente al espejo, más
de un día había divisado a su espalda a una joven de turgentes formas que
embutida en una ajustada malla, pedaleaba, sin que le pasara desapercibido el
vaivén silencioso de sus pechos. Imposible que olvidara la primera vez que le
habló, simplemente le dijo:
-¿Te queda mucho
tiempo?
No fue lo que le dijo sino cómo se lo
dijo. El pestañeo intenso de sus párpados y la sinuosa forma que dibujaba con
su cuerpo en el aire. Fue como si el tono de aquellas palabras, pronunciadas
tan lentas y dulcemente, fuera el que siempre había estado esperando. Mudo de pura idiotez cedió el puesto a ella
en la cinta y durante unos minutos se mantuvo hipnotizado viendo el movimiento
de sus firmes glúteos, mientras sus piernas caminaban a buen paso por la cinta.
Aquel instante como en Casablanca fue “el
principio de una hermosa amistad” y aparte de saludos, desde entonces compartieron
largos paseos en esas bicicletas que no van a ningún lado y charlas que, poco a
poco, fueron introduciéndose en mayores intimidades y recovecos ajenos.
Habrían pasado un par de meses desde
que se conocieron, aquel día él la veía un poco diferente. Cuando él entró en
el vestuario vacío, ella lo siguió y con esa voz que lo tanto lo atraía,
acercándose, le preguntó:
-¿Me dejas?
-Claro que sí
–se escuchó decir, sintiéndose sin posibilidad de negar nada a la portadora de
aquella voz.
Ella acercó su mano y muy despacio,
como si estuviera midiendo el tiempo con una regla invisible, fue abriendo la
cremallera. Él la miraba entre sorprendido, relajado y gozoso. Y aquella mano
estudiadamente descarada se introdujo en el interior.
-Umm- le
escuchó decir- ¡qué hermosos!¿puedo
comértelos?
-Desde luego que sí-respondió-
estaré encantado- añadió en el colmo
de la buena educación y si le pareció descarado por su parte bien que lo
disimuló.
Y ella se acercó a sus huevos,
hermosamente lisos y se los metió en la boca. Élle escuchó el paladeo de la
lengua en torno a aquella superficie e incluso el leve rasgueo que provocaba el
roce de los dientes sobre ellos. Se deleitó en que se notaba que eran manjar de
dioses para ella, mientras él la miraba complacido. Terminada aquella actividad,
tras agitar levemente sus largas pestañas, le miró a los ojos, esbozó una
sonrisa agradecida, limpiándose la boca con el dorso de la mano y cerró
cuidadosamente la cremallera.
Cuando ella salió del vestuario, él se
quedó contemplando cómo se alejaba su hermosa figura. Por un lado estaba feliz,
pero por otro…sabía que aquel día él iba a pasar hambre después de que ella se
hubiera comido los dos huevos cocidos, que llevaba en su cartera de cremallera
y que hoy constituían todo su almuerzo.