El día amaneció con un sol brillante,
con rayos que iluminaban incluso aquellas partes del interior de él que sentía más ocultas. Eso le
provocó una doble sonrisa, por dentro y por fuera. La de fuera se hizo más
amplia en el momento en el que vio acercarse a ella. Las oscilaciones graciosas de su cuerpo le
provocaban unas vibraciones que, así mismo, percibía no exentas de un cierto
goce, aderezado por una levísima humedad. Pero esta vez, se dio cuenta, que
aquella excesiva luminosidad le perjudicaba porque el rostro de ella estaba
semioculto por los grandes cristales marrones de sus gafas de sol.Llevaba tanto
tiempo ansiando este momento…quería aburrirse mirando aquellos ojos de mirada
única que, ahora, era incapaz de adivinar por la opacidad de aquellos
cristales. No tuvo que decírselo, ella le adivinaba muy bien el pensamiento y
subiendo sus gafas a modo de pasada que sujetaran sus cabellos, que bailaban
con estudiada locura, dejó al descubierto aquellos ojos tan hermosos que él
recordaba. Hasta entonces, sus citas habían sido tan cortas, que no sabía muy
bien por qué había sido incapaz de definir el color de aquellos ojos. Pronto
sabría la razón…
Son color miel, le había aclarado ella,
y sí, él se dio cuenta, al fijarse en ellos de manera descarada, que ese color
dulce era el de su pupila y el de sus miradas.
De pronto, algo le llamó la atención la mirada de ella empezaba a
materializarse. Primeramente su rostro
estaba un poco vuelto, como ayudando a sus ojos a que miraran sesgados, como
intentando esconder con ello un velo de timidez. Poco a poco, como ganando en
confianza, su cuello se giró y él percibió frente a sí aquellos ojos adornado
de rizadas pestañas negras, que comenzaban a mirarle, a modo de juguetón
desafío, con creciente intensidad. Se sintió hipnotizado, dejó
inconscientemente hasta de pestañear, y observó
como una extraña capa brillante iba tiñendo aquellas superficies
oculares. Una metamorfosis se estaba desarrollando a medida que se sentía
envuelto por aquella mirada, aquellos ojos se estaban transformando en un
cristal brillante de brillo diamantino, que no parecía ser natural. Entonces
fue cuando le pareció que aquel cristal que protegía, adornaba e iluminaba
aquellos ojos de una manera que le pareció única, se quebraron en mil
cristalitos que como una lluvia de primavera o un manantial florido se derramó
sobre la mesa que compartían. Tras ese extraño fenómeno, los ojos melosos de
ella, volvieron a ser “normales”.
Él notó el rubor subiendo a sus mejillas ante aquella imaginada visión. Se
estaba trastornando… Para disimular aquel azoramiento, apoyó sus manos en la
mesa para ponerse en pie y, tuvo que quitarlas de manera súbita, al notar como
aquellos cristalitos se le habían clavado en la palma de las manos…