La brisa hacía cabriolas a mi alrededor cuando te sentaste a mi lado en aquella playa solitaria. Extendiste tu toalla, a muy pocos centímetros de la mía, y te colocaste tu gorra amarilla para protegerte de los rayos de sol, que, a esa hora del mediodía, caían a plomo. Aquella cercanía, rodeados sólo de toneladas de arena, se me hizo casi agresiva, pero en seguida hubo otros condicionantes que la hicieron más que agradable. Fuiste desprendiéndote de tu vestido con regalada lentitud, echándome miradas más que insolentes y en pocos minutos tu cuerpo quedó solo vestido por los rayos del sol. Si mis primeras miradas fueron de soslayo, las segundas iban teñidas de algo de disimulo y las terceras de estudiado atrevimiento. Tu cuerpo de movimientos ágiles como núbil gacela, cubierto todo él de un tono melosamente tostado, aterrizó sus nalgas hermosamente simétricas sobre tu toalla de tonos verdes, mostrando frente a mí tus turgentes piernas abiertas y dejando al acaricie de mi vista tu sensual hondura, adornada de un recortado vello de intenso color negro. Tus pechos ampulosamente esféricos adornaban por encima una barriga musculosamente retraída con un ombligo que parecía querer huir de su hueco.
Animado por la patente intimidad que me brindabas, me quité el bañador y percibí como mi sexo se deslizaba pausadamente sobre mi pierna como si quisiera alzarse hacia ti. Sacaste un bote de aceite bronceador de tu bolsa playera de ositos de colores y echándote un chorro en la mano, empezaste a untarte tu cara y tus pechos, que en pocos minutos destellaban con brillos seductores. Seguiste por tu barriga y sonreí ante ese lago minúsculo y aceitoso que cubrió tu ombligo y en el que fantaseé chapotear. Continuaste empapando tus manos y las deslizaste, primero, por tus pies y luego por tus piernas con una estudiada parsimonia, dejando para el final ese oscuro hueco que tanto te embellecía entre tus piernas. ¿Era cosa mía o ese insistente lengüeteo de tus dedos con el bronceador, por esos andurriales, provocaba algún que otro estremecimiento de tu cuerpo?
Te tendiste boca abajo colocando ahora tus pechos en una sensual postura en la que caían con ligeras oscilaciones asimétricas y me alargaste el aceite rogándome que te lo pusiera por la espalda. Sin preguntar nada empecé por tus nalgas cuyas órbitas me atraían obsesivamente y las impregné de una gruesa capa de aceite, menos mal que estabas boca abajo porque me daba cierto reparo el que vieras como mi sexo apuntaba, ahora, descaradamente hacia ti. Seguí luego por tu espalda saboreando las formas de tus huesos bajo la piel y al llegar a tus hombros la visión de tu pecho derecho con su pezón prominente, me produjo un cierto trastorno y no pude remediar el que mi mano se escapara y descendiera hasta él, agarrarándolo mis dedos como si pretendieran exprimirlo.
Súbitamente te volviste y fue cuando, con gesto irritado, me dijiste:
-¿Cómo se te ocurre cogerme así sólo el pezón derecho…? ¿…y el izquierdo? ¿es que no te gusta…?
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