Los minutos de aquella frustrada siesta transcurrían con la lenta parsimonia de un caracol. El cuerpo desnudo de Sara, tendido sobre las sábanas, intentaba relajarse, lo que su mente le impedía. A través de sus ojos entrecerrados observaba la característica luz de una agobiante tarde de calor de agosto, que se filtraba por la persiana de su dormitorio. Aquel calor, incluso en la acogedora sombra de su cuarto silencioso, la envolvía en un intenso ardor y provocaba que, de cada uno de sus poros, empezaran a manar minúsculas gotas de sudor, que iluminaron toda su anatomía como pequeñas luciérnagas en la penumbra.
El tictac machacón del despertador irritaba su ánimo y espantaba su sueño, que no su amodorramiento. El calor se le hacía cada vez más insoportable. Sentía como su larga melena de rizos negros en cataratas, que imaginaba en total desorden, iba impregnando de sudor su almohada. Su espalda húmeda se iba pegando poco a poco a las sábanas y al acercar su mano a su pecho, sintió como las yemas de sus dedos se iban deslizando con facilidad por el sudor.
Dibujó, como si estuviera aburrida, con aquellas yemas mojadas las formas, aparentemente serenas de sus pechos y se distrajo usándolos como un tobogán por el que descendían juguetones los dedos. En un determinado momento se desviaron y tropezaron con la pared rugosa e inusualmente dura de sus pezones. Aquel roce, la excitó… Siguió acariciándolos y se pusieron como el pedernal. Bajó por su barriga y gustó esa inmensa suavidad que tanto gustaba a aquellos hombres que la habían catado y gozó del chapoteo que produjo la inmersión de su dedo índice en la oquedad cubierta de sudor de su minúsculo ombligo.
Ya había perdido el sueño, sólo quería sentir, sentir todo lo que pudiera. Imaginaba…se imaginaba entre unos brazos fuertes y musculosos que la envolvían en ternura y sus dedos semejaban los movimientos que ella hubiera querido de esos gestos masculinos. Bajó su mano por su pubis liso, degustando sensaciones que se iban internando hasta su mayores simas, encontró sus pliegues y hábilmente con el dedo índice de la mano derecha, los fue recorriendo, como si los rasgara obteniendo sones mágicos. Encontró un camino de cosquilleos y lo fue siguiendo con insistencia, hasta que todo su cuerpo se convirtió en pura ansia. Notaba, todavía más, la humedad de su espalda mezclada con la de las sábanas y esa otra, de un sabor que suponía más dulzón, que le hacía, ahora, gotear su dedo. Imaginó su cuerpo ávido penetrado hasta lo más hondo. Estiró su cuello, echó su cabeza hacia atrás, cerró sus ojos y su cuerpo se vio envuelto en sacudidas, mordió sus labios, sólo un instante, porque de ellos salió un largo gemido a la par que ella se veía descendiendo a toda velocidad por una montaña rusa.
Algunas leves sacudidas le siguieron… Se pasó el dorso de su mano por su frente chorreada y no recordó nada más, porque fue justo en ese instante cuando cayó en los brazos del más dulce de los sueños.
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