Fue un día, parecido a tantos otros, ya desprovisto de los colores grises del invierno, el que hoy me ha venido a la memoria. Había sido una maravillosa jornada en la que durante horas, con mi brazo rodeando tu cintura y nuestros corazones trenzados, caminamos al unísono, durante muchas horas.
Cuando llegamos a tu casa sacudiste tus pies en el aire, golpeando contra el suelo un zapato tras otro, despertando en tu rostro un gesto de alivio. Dejaste que tu vestido resbalara hasta tus pies y abandonaste tu cuerpo horizontalmente, mientras el colchón acogía su desnudez. Levantaste tus piernas y tus pies quedaron a la altura de mis labios…
Solacé mi vista ante aquella planta polvorienta, sintiéndome irremisiblemente atraído por ella. Desprendía un olor atractivamente acre que engolosinaba mi pituitaria desde tu más profunda intimidad. Mis labios humedecidos en saliva iban disolviendo aquellos tiznes oscuros a la par que iba apropiándome de tu sabor. Los dedos de tus pies, coronados de uñas con un seductor brillo nacarado se agitaban al aire, desentumeciendo, con ello, el esfuerzo del día y embelesando a mi boca, que gustosa succionó tu dedo meñique, que se removía saltando sobre mi lengua como en una cama elástica. Empapado de saliva dejó el turno a su compañero. Los deglutía y saboreaba, exprimiendo sus sabores. Uno tras otro, lenta y mimosamente fueron brillando y empapándose de mi saliva, hasta llegar a tu dedo gordo. Mis labios tuvieron que dilatarse para que pasara al interior de mi boca. Cerré los ojos y lo fui chupando muy mansamente, como si se tratara de un sabroso manjar que nunca se consumía. Sentí la dureza de tu uña descansando sobre mi lengua y mis dientes acariciaron el dedo de arriba abajo. Rocé con él mi campanilla, ahogando ese dedo, tan único y tan sintiéndolo mío, en saliva y disfrutando al ver cómo te lo empapaba.
Tu pierna se estiró mimosamente y con ella todo tu cuerpo semejó estremecerse placenteramente, como si cada célula contagiara a las de al lado. Desde mi posición podía ver cómo ibas perdiendo tu aparente lasitud y crecían tus pezones, sin necesidad de tocarlos. Tus manos se asieron con fuerza al colchón, tu cuello se estiró hacia atrás, tus pestañas se abrazaron dejando al descubierto la desnudez de tus párpados y tu boca de labios entreabiertos, por la que escapaba un aire que se iba acelerando a medida que me sentías más tuyo...
Un gemido débil, que se estiró en el tiempo, salió de tu boca y tras unos instantes en que tus músculos se tensaron, toda tú pareciste desplomarte sobre aquel colchón, entonces fue cuando me acordé a qué sabor tan especial me recordaba tu pie: a ese sabor dulce y excitante que tiene cada comienzo de primavera.
Nunca me han chupado, lamido ni besado los pies. Ni creo que lo hagan. Y ni siquiera sé si me gustaría. Pero leyéndote me ha parecido una experiencia sumamente mágica, maravillosa, excitante y hermosa.
ResponderEliminarAins...voy a quitarme los zapatos que ya va siendo hora y a darme unos masajes en los pies mientras vuelvo a leerte.