Doña Rosario, así le llamaban sus alumnos, regresaba a
casa, acompañada del cansancio de toda la semana. Dejaba su cartera sobre la
silla y con ese simple gesto intentaba depositar todo lo que, durante aquellos
siete días, le había ido socavando por dentro. Se deshizo del moño que
caracterizaba su imagen y su oculta melena se desplegó sobre su nuca como un
velamen sacudido por el viento. Colgó su clásico traje gris de chaqueta y falda
por debajo de la rodilla, delicadamente, sobre la silla y se deshizo en el cubo
de la ropa sucia de su blusa que atisbaba olor a sudor.
Se
examinó en el espejo, un examen muy diferente de los que ponía a sus alumnos, y
no se disgustó, abrazada por la sedosa tela de su conjunto de ropa interior
color vino tinto, se regodeaba de que los embates del tiempo no le hubieran
influido en demasía, a pesar de encontrarse en la linde de la cincuentena. Se
desabrochó el sujetador gozando del lento roce de los encajes deslizándose por
sus orondos pechos y quedando durante un instante, enganchado en lo que ahora
se habían convertido en sus cimas endurecidas. Lo dejó caer hasta el suelo y
quedó solamente cubierta por aquellas bragas que ocultaban la entrada a su más sensible
ranura.
Se
tumbó sobre el colchón, haciendo que sus
dedos murmullearan despacio, primero por sus labios y luego, impregnados de la
humedad de saliva, los hacía descender por su cuello y dibujar líneas
caprichosas sobre su pecho. En ello se mantenía sin esa dictadura del reloj que
la controlaba durante la semana, hasta que, imposible de resistir la dureza de
pedernal de sus pezones, sus manos se veían empujadas al hueco que, ahora
anhelante, clamaba entre sus piernas. Sus caricias no iban directamente a él,
pensaba si ello sería era un amargo fruto de su educación, sino a través de la
tela de la braga. Primero rozaba levemente con las uñas y luego provocaba una
leve fricción, reiterada, que acababa provocándole una creciente excitación que
se reflejaba en la tela empapada y goteante de las bragas. En ese momento se
las quitaba y las lanzaba por el aire sin la preocupación de en donde cayeran.
Ahora sí, necesitaba con urgencia calmar, mediante caricias, el ansia
desesperada con que suspiraba su clítoris. Deslizaba sus dedos por aquella
parte de su piel que desprovista de vello era extremadamente suave. Rebuscaba
como hábil zahorí por donde manaban las humedades, hasta sumergir sus dedos en
ellas, y gustaba cada movimiento agitando aquella minúscula capuchita que tanto
le provocaba. Su cuello se levantaba
mientas su respiración se entrecortaba volviéndose insistente. Se escuchó a sí
misma en un largo y extenso gemido.
Y a pesar de las hojas de
calendarios que habían transcurrido desde entonces, en aquel instante, como
cada vez que lo hacía, evocaba en su memoria y sobre cada milímetro de su
cuerpo, los temblores que le produjo aquel hombre de voz grave cuyo tono le derritió
cuando, sosteniéndola entre sus brazos, le dijo al oído:
-¡Cuánto te deseo Charito!
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