Cada tarde cuando me tiendo en la cama en esa hora laxa de la siesta y apoyo mi mejilla izquierda sobre la almohada, te contemplo tumbada a mi lado, de perfil. Solazo mi mirada en tu pelo negro revuelto y enmarañado sin direcciones concretas. Desciendo por tu frente recta y antes de usar tu nariz para descender por ella como en un tobogán, me detengo en tu ojo derecho: alegre, vivo y luminoso. Asoma levemente tras el cobijo de tus largas pestañas azabaches que aletean al aire azuzando mis más íntimos afanes. Observo ahora tus labios, a los que la luz de la tarde le arranca ese brillo leve que le produce tu dulzona saliva. ¡Cómo se agitan los recuerdos en mi interior!...hasta llegar a sentir mis labios y dedos presos de esa humedad. Sigo por los músculos de tu cuello que tuerce levemente debido a la curvatura de la almohada, esa piel que ha sido siempre tan sensible receptáculo de mis innumerables besos.
Ahora es tu pecho derecho el que atrae mi atención, su tono níveo contrasta con el canela del resto de la piel que expones al sol, y resalta en él engañoso relajamiento que me muestra esa redondez oscura, sensible y más que aparente que lo viste con la mayor de las donosuras.
Todos los días me pasa lo mismo. Llegados a ese punto ya no puedo resistir mi estatismo y mi mano escapa de la almohada para dirigirse hacia tu pecho, a la par que un intenso sopor me va invadiendo… Cuando despierto, con ese ánimo más que grato con el que revivo, ya no estás a mi lado, pero afilando mi olfato noto todo mi cuerpo penetrado del más sabroso de tus olores.
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