Cuando dejé de ser niña mis
pechos crecieron y se redondearon. Al principio no tenía posibilidad de
compararlos con otros y ello hacía que me parecieran “normales”, debido a esa
habitualidad con que vemos lo propio cuando desconocemos lo de los demás. Pero
cuando tuve la oportunidad de ir viendo pechos ajenos, me di cuenta que los
míos, sin duda, eran peculiares. Su tamaño no es excesivo, aunque eso sí
abrumadoramente esféricos. Mis aureolas tienen un color pardo brillante y son
de tal tamaño que me ocupan casi todo el pecho destacando en su centro los que empezaron
a crearme problemas: los pezones.
No, siempre no fue así, sino que todo empezó a partir de un
determinado día del que no puedo olvidarme. Estaba yo en la playa, tenía algo
más de veinte años, de pronto el familiar
roce del bikini, se convirtió en una sensación muy diferente, era como
si en vez de la tela, unos dedos invisibles empezaran a toquetear mis pezones. Noté
cómo empezaban a cambiar de formas, se iban endureciendo y podía notar hasta
los milimétricos surcos que se me iban formando en unos granulosos desniveles,
a la vez empezaron a endurecerse mientras crecían desmesuradamente. Aquellos
largos apéndices sobresalían tanto que, si no fuera por esa cierta presión de
la tela hubieran quedado pendidos en el aire, sobresaliendo asombrosamente. Palpé
“aquello”, con la yema de mis dedos, dotados de un cierto disimulo, y una
especie de calambre, entre doloroso y placentero, recorrió todo mi cuerpo. Miré la tela y era
exagerada la presión del pezón sobre
ella, pareció querer atravesarla, me recordó a una serpiente que se
meciera a los sones de la flauta de un encantador y pugnara por salir de la
cesta.
Noté el rubor que encendió mis
mejillas y rápidamente busqué el acogedor y pudoroso abrigo de una sudadera que
tenía en la bolsa de playa, intentando ocultar lo indisimulable. Hacía un día
de viento de levante con muchísimo calor, por eso a la amiga que me acompañaba,
a quien no me atreví a contarle nada, le extrañó que me pusiera la sudadera a
pesar de que casi me derrito en sudores. Transcurrida una media hora todo volvió
lentamente a la posición inicial.
Desde entonces, sin avisar, me
ocurría eso de vez en cuando, por lo que
siempre me acompañaba, indefectiblemente durante años, de un grueso
jersey, incluso en verano. Hasta que un día… acudí a una entrevista de trabajo,
dejé mis cosas junto a la secretaria y el director me hizo pasar al interior de
su despacho. Tenía cara de cansado y es que, según me dijo la secretaria, era
la número doce que acudía aquella mañana a la entrevista para aquella plaza. Mi
currículum no era malo, observaba que ponía cara interesada mientras lo leía, de pronto,
levantando la vista del papel, me miró y al posar su vista por debajo de mi
cuello, observé en su rostro un gesto de sorpresa mientras su labio inferior
colgaba flácidamente por el asombro. ¡Otra vez! Se me estaban disparando los
pezones y no tenía a mano el dichoso jersey… Intenté poner la cara más
disimulada posible, una póker face, y fue entonces cuando sin quitarme ojo de “mis
problemas”, me sorprendieron sus
palabras:
-¿Cuándo puede
empezar a trabajar?
En aquel momento “aquello” dejó de ser
una contrariedad para convertirse en una inesperada arma y empezó mágicamente a
ser una fuente de beneficios. Aquellas
extensas dilataciones, enfrentadas a las miradas masculinas, me reportaron
elaborados piropos, más de una noche de cálidos revolcones e invitaciones a
exquisitos menús. Criticada por algunas de mis amigas, no exentas de cierta
envidia, por aquel espurio uso que hacía de mi delantera, yo siempre les respondía:
-Y ¿qué quieres
que haga si no lo puedo remediar…?
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