Al fin el sol
empezaba a calentar como es debido, pensó Antonio, cuando paseaba con sus
andares de prejubilado, manos en los bolsillos, bajo el sol de mediodía. Hoy se
había puesto, por primera vez, sus pantalones cortos y disfrutaba de la caricia
de aquellos rayos en sus brazos y piernas. Paseaba meciendo su mirada, mientras
observó que aquel calor parecía haber recortado hasta extremos inverosímiles
los largos de las telas de los vestidos, lo que hacía que hoy florecieran las piernas
femeninas de una manera muy especial. Sus gafas de sol le servían de cobijada
atalaya desde la que divisaba aquel concierto de piernas desnudas con las que
se cruzaba.
¡Qué diferentes eran unas de otras! Las
había extremadamente delgadas como piernas de zancudas, otras en cambio
hinchadas como ánforas griegas, algunas musculosas que parecían que fueran
echar a correr en cualquier momento y al fin otras en que sus turgencias
parecían esculpidas por el más hábil de los escultores. Las había de tonos
lechosos, casi transparentes, otras anaranjadas, pero las que más engalanaban
el paisaje eran las del tono café con leche. Había algo que le trastornaba
especialmente, cuando las piernas se estilizaban sobre unos acentuados tacones.
Él iba poniendo mentalmente sus notas cual jurado de un concurso de belleza.
Tenía sed y le apeteció tomarse una
cerveza bien fresca. Se detuvo delante de una terraza pero sólo había una silla
vacía, junto a una mesa donde una mujer cuarentona, algo más joven que él, se
acababa de sentar. Se fijó en su cara de cansada y en cómo suspiraba en el momento en que sus amplios pechos, separados por un largo escote, reposaron sobre la tapa de mármol de la mesa. El ruego que le hizo Antonio
de si podía sentarse a su lado es contestado con un claro: ¡Claro! La llegada
del camarero, como si hubieran llegado juntos, les hizo pedir dos cervezas a la
vez. Él se acomodó en su silla y, sin quererlo, notó el roce leve del vello de
sus piernas con las piernas de ella. Prudente, la retiró unos centímetros, pero
sorprendido notó cómo ella la acercaba de nuevo y volvía el contacto ahora con
mayor intensidad, primero rozando y luego, incluso, frotándose. ¿Era cosa suya
o aquellos pechos oscilaban desacompasados, mientras le destacaban unas
seductoras prominencias?
Bebió un trago de la cerveza fría,
queriendo calmar el ardor intenso que empezaba a sofocar su interior. Ella hizo
lo propio y al dejar la copa sobre la mesa, cuando él vio aquellos labios
ataviados por la espuma blanca se le dispararon sus instintos de tal manera
que, de pronto, encontró sus labios besando a los de ella. Sorprendido por su
gesto, lo fue más cuando los labios de ella lo succionaron como si se hubieran
buscado desde siempre. Ante eso, en un tiempo que el vecino de la mesa de al
lado estimó en catorce minutos, él dejó que su boca se abandonara, salivara,
degustara, mordisqueara, saboreara…, hasta que empapado en sudor se enderezó en
su silla. A dos bebieron el resto de sus cervezas, ella se levantó para irse,
mostrándole con el giro unos glúteos respingones. Él la detuvo agarrando su
brazo:
- ¿Cómo
te llamas?
- Dulce-
respondió ella.
Mientras
seguía paladeándose sus labios en los que se mezclaban el sabor de ella con el
de la cerveza, no le cupo ninguna duda de que así era.
Cuarentañera, gusta más que cuarentona... dónde va a parar jejeje...!!
ResponderEliminarPor poco se "le escapa" sin saber ni su nombre.... y eso instintivo beso que pasó de una fantasía más, a realidad como un precioso regalo de verano.
Pues sí hay que destaparse un poquito, que hace mucha calor.
Besos de espuma.