Las
olas rompían contra la orilla con esos brillos de plata con que las tiñe el
atardecer, cuando ambas pasaron por mi lado. Me fijé en ellas. Las dos con
cuerpos atractivos y con edades que frisaban los treinta años llevaban unos
bikinis negros, aunque el de una de ellas se adornaba con una estrecha banda
naranja. La más alta y estilizada de las
dos, tenía una melena rizada negra que oscilaba sobre sus hombros, pechos
grandes que se agitaban bajo la tela y piernas fuertes con un bronceado color
canela. La otra, algo más baja, de piel
blanca y salpicada de lunares, que agitaba el aire con una coleta pelirroja y con
curvas más pronunciadas, portaba una braga arrugada, desapareciendo parte en su
hendidura trasera lo que dejaba al descubierto gran parte de sus glúteos.
Andaban despacio, extremadamente
lentas, con un movimiento sincopado que fue lo que atrajo mi atención. No se
desplazaban hacia delante, sino que sus cuerpos se cimbreaban en el aire
buscando cualquier contacto mutuo y el roce continuado de sus pieles. Sus manos se entrecruzaban, enganchándose
unos segundos, para después soltarse. Sus cuerpos se acercaban, hasta que sus
barrigas redondeadas se rozaban, frotándose levemente sin pudores, como si los
ombligos quisieran besarse.
En uno de esos acercamientos entre
sonrisas cómplices, de esas que sólo a ellas dos no les podían parecer bobas,
los labios de la morena aterrizaron sobre el cuello de la pelirroja cuyo cuerpo
se encogió, sin duda agitado por la sensación producida. A ambas debió de gustarles,
porque reiteraron el mismo gesto varias veces. En uno de estos, además, su mano se enganchó en la braga de la
pelirroja bajándola un poco dejando la
raja trasera, dividiendo unas nalgas blanquísimas, asomada como una sonrisa. La
pelirroja, a su vez, rodeó aquella cadera morena con su brazo y la aproximó a
la suya. Anduvieron así unos cortos
pasos. La gozosa tensión se disparó cuando, tan próximas, la morena bajó su
cuello y, al mismo tiempo, le bajó la tela desenmascarándole el pecho izquierdo,
níveo y tintado en pecas, y posó en ellos mimosamente sus labios durante unos
instantes. El pudoroso rubor, de puro disfrute, de la pelirroja se confundió
con el rumor del viento. Se puso, seguidamente, de puntillas horadando la arena
con los dedos de sus pies y sus labios
se engancharon en los labios ajenos. Al separarlos, ambas se miraron a los ojos
con una ternura tan mágica que pareció paralizar todo lo que sucedía en la
playa. Vestidas de sonrisas se cogieron de la mano y como si ahora tuvieran
alas en los pies se introdujeron en el mar.
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