jueves, 4 de agosto de 2011

La corrida

        
      Era la noche ideal, adornada de sones de luna llena y con el silencio alborotado por el murmullo de las chicharras. Sabía que estabas allí, ¿esperándome? Eso nunca lo supe. Me desprendí de mi ropa, quedando vestida únicamente por la brisa y salté hacia donde tú te encontrabas. Dormías… Me gustó contemplar tu cuerpo tendido, sometido al vaivén de tu respiración y dejar resbalar mi mirada deseosa por tus músculos primorosamente torneados, que tanto me imponen como me ponen, mientras fantaseaba que soñabas conmigo.
         Abriste un ojo y súbitamente te incorporaste. Te acercaste a mí, sin dejar de mirarme. Primero muy despacio y luego con esa aceleración que te provocaba tu instinto. Esquivé aquel abrazo sin manos, sintiendo el roce de tus vellos sobre mi cuerpo desnudo lo que me provocó ligeros estremecimientos. Yo me acerqué a ti. Buscaba el provocarte. Y vaya si lo conseguí… Tu aproximación brusca, hizo saltar la tierra bajo tu cuerpo y el aire de tu alrededor formó remolinos en mi cabello. Me pasaste a pocos milímetros y pude acariciar suavemente tu lomo.
         Y en este juego a dos distrajimos los minutos, mientras el fluido que desprendías mezclado con mi sudor, tintaba de manera caprichosa en color ocre, por culpa de la luz nocturna, mis desnudeces. Al fin llegó  ese momento, que yo sabía que tenía que llegar, soplé el flequillo alborotado que cubría mis ojos, estiré mi brazo hacia ti y al punto sentí como te agitabas poco a poco, desde tu interior hasta tu piel. Tu cuerpo dio varias sacudidas sobre sí mismo, hasta que tus músculos se debilitaron y caíste exhausto con tu lengua rozando mis pies. Como si me hubieras contagiado un ligero cosquilleo erizó mi piel y agotada y sudorosa me dejé descansar con mi cabeza sobre ti. No sé si había sido la mejor de tus corridas, pero sí estoy segura de que ha sido la última.

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