martes, 4 de diciembre de 2012

El escultor de palabras


      Me gusta como esculpes las palabras y extraes ideas de formas exquisitas de la piedra informe que tienes entre tus manos, hasta que logras mostrarme con ellas los trozos más valiosos de tu corazón. Siempre has tenido esa rara pericia, desde el principio de conocernos, hace ya tantos años…aunque en este caso ¡nunca es demasiado tiempo! Al principio no era consciente de ella, nuestra mutua torpeza, que enturbiaba mi mirada, hacía que me fijara más en las lascas que saltaban  que en el resultado de aquella piedra rugosa que modelabas.
         Los años han pasado y tu martilleo constante sobre la piedra te ha convertido en el más hábil de los artesanos. Tus palabras brotan como tallos verdes de primavera, las vas haciendo crecer despojándole de todos esos artificios que estorban su lozanía hasta conseguir esas formas únicas de irresistible belleza que hablan de ti, de mí y de nosotros y recrean en mis recuerdos las caricias de tus manos y el empuje arduo de tu sexo cada vez que me adornaste con él entre mis piernas.  Como si tuvieran alas se desprenden del bloque inicial volando hasta mí. Incluso en la lejanía logras envolverme con ellas a semejanza de un manto de besos. Me recreo en esas sensaciones y una vez más me dejo llevar de la mano por ti, mientras me atraviesas con ellas hasta lo más hondo.  Al posarse sobre mí me abrazan, envolviéndome en tu ternura, y me abrasan, haciendo arder mi corazón.
           Nunca he sabido cómo lo consigues, pero tus palabras me provocan placenteros temblores,  que a semejanza de caricias, incluso en la distancia logras conducirme como en fluido torrente hacia lo más hondo de tu estuario. Continúa produciéndolas y no te canses nunca de crearlas, que ellas, como anhelante lluvia, sigan calmando mis tiempos de sequía.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Esos ojos grises


            
        Recuerdo bien nuestra primera cita, fue en aquella comida. A la hora del postre, cuando ya había nacido entre nosotros esa mutua cordialidad, me sinceraba contigo:
-Es que mi vida tiene un color tan gris…
-¿Y el gris es malo?- me respondiste, mirándome intensamente a mis ojos. Y entonces los vi…
            ¡Tus ojos!, ahora me fijaba en su color,.. Eran de un gris intenso y luminoso que empezaban a hablarme sin palabras y a decir lo que empezabas a sentir por mí. Una leve flexión de mi cuello hizo que, en un instante, nuestros labios se endulzaran recíprocamente del sabor ajeno.
            Salimos del restaurante cogidos de la mano, yo me sentía como si anduviera por el aire y me condujiste hasta tu casa. Cuando cerraste la puerta a tu espalda, fue como si nuestros brazos y labios hubieran cobrado vida en esa ansiosa búsqueda del otro. Con la facilidad de una cremallera desabotonaste mi camisa, quedando mi pecho alborotado y expuesto a las caricias de tus dedos y al gustoso roce de tus labios. Poco a poco fueron estos descendiendo, dibujando un camino húmedo hasta más abajo de mi ombligo. En un solo acto deshiciste la hebilla del cinturón y el botón del pantalón. Liberaste mi sexo que oprimido y cálido salió al aire. Sólo una décima de segundo porque al poco estaba “refrescándose” intensamente con la humedad que encerraba el interior de tu boca.
            Tus labios, como un anillo mágico, lo recorrían arriba y abajo, aumentando placenteramente su tamaño., mientras tu lengua cosquilleaba con agilidad su extremo que disfrutaba de puro tenso. Un cosquilleo nervioso recorrió todo mi cuerpo, un espontáneo gesto de mi cuello lanzó mi cabeza hacia atrás, pero antes admiré tu afán dadivoso para conmigo, mientras tus ojos grises picarones y sobresalientes contemplaban el efecto que me producía. De pronto, ya no pude más o, mejor dicho, lo pude todo. Cerré los párpados, sentí como se erizaba el vello de todo mi cuerpo y cómo me desparramaba en chorros en el interior de tu boca, mientras aparte de mis gemidos escuchaba el sonido de tu garganta al tragar. Abrí un instante los ojos para verte, me miraste y lo único que se me ocurrió fue el pensar que el gris no sería, nunca más para mí, sinónimo de triste, más bien ¡todo lo contrario!

martes, 18 de septiembre de 2012

Tengo envidia


          Tengo envidia, en tu ausencia, de tus horas de sueño.  De esas sábanas que envuelven tu figura desnuda a lo largo de toda la noche, del colchón que se ondula aguantando el peso liviano de tu cuerpo y de esa ventana abierta en que la hermosura de la luna palidece al contemplarte a su través.
            Tengo envidia de tus despertares, de tu primera saliva del día dando brillo a tus labios, de tu cabello encrespado que reviste tu rostro de esa espontaneidad madrugadora de tus pechos maduros, que desperezan sus cimas, encrespándose con el amanecer y de esa oquedad que, situada entre las cúspides de tus piernas, gotea con esa levedad del ansia, que tanto disfruto, cuando estoy a tu lado.
            Tengo envidia de todo lo que te rodea, de ese murmullo tempranero que, provoca el viento sobre la lavanda y el tomillo y rompe el silencio. Quiero recrear mi oído lejano con ese gorjeo que te espabila de las lavanderas blancas y el canto del ruiseñor.
            Tengo envidia de tu camisón que surca el aire hacia el colchón, tras haber ceñido, durante tantas horas tu cuerpo. También, cómo no, del aire que viste tus desnudeces en el camino hacia la ducha, del espejo que quisiera ser mis ojos y te refleja y de las zapatillas que acogen con ternura los dedos  de tus pies.
            Tengo envidia de esa agua cálida que resbala desde tu cabeza a tus pies, de tu cabello húmedo que cosquillea tus hombros y de la toalla que con suavidad va secando cada centímetro de tu piel.
            Tengo envidia del café caliente que te entona, del zumo fresco que revitaliza tu garganta y de esas migas de pan en aceite que se te pegan en los labios, como si anhelaran mis besos.
            Al fin, tengo envidia, de tu mañana de descanso, mientras tu cuerpo desnudo se balancea en la hamaca, de esos sueños maravillosos que tienes cuando estás despierta y en los que me eriges como protagonista y sobre todo de ese momento en que al mediodía tu espera se verá colmada cuando yo llegue y te puedas perder en mis brazos. 

martes, 4 de septiembre de 2012

Agarrada a la almohada


         ¡Uy, que bien he dormido! Me despierto agarrada a la almohada y me noto muy a gusto y descansada, debe ser de ese ajetreo que me diste antes de dormir.  El roce de mi entrepierna con el colchón hace que aún me escueza levemente y es que cuando te pones a amarme, afortunadamente para mí, no hay quien te agote. Aún duermes, me gusta verte así y admirar tu cuerpo desnudo con esta luz tibia del amanecer. Te recorro con mi mirada. Ese cabello revuelto cada vez más blancos, tus pestañas que se alzan orgullosas hacia ell techo y el aire de tu respiración sosegada que escapa como un silencioso murmullo a través de tus labios entreabiertos. Tus labios…¿será cosa del reposo? Pero los veo como más hinchados, atrayéndome. Paladeo inconscientemente los míos y me parece que aún tengo, metidos en ellos, el sabor de los tuyos, de tus besos con ese dulzor que acaricia tu saliva. Siempre vas pulcramente afeitado pero ya comienzan a asomar los pelos de tu barba, acercaría mi cara simplemente para sentir cómo la arañas con ellos, me encanta ese roce basto sobre ella, pero no quiero despertarte.
            La luz naciente arranca reflejos a ese vello, entrecano, alborotado de tu pecho. Reprimo mis manos que quieren saltar hacia él, para acariciarlo y arrebujarme en tus brazos. ¡Qué sensación más maravillosa la de sentirme rodeada por ti, me siento con esa seguridad única con que habitaba el regazo materno! Mientras te mordería  las tetillas, sé que eso te vuelve loco, y no digamos a mí el sentir su tacto carnoso, entre mis dientes, que progresivamente se endurece.  Tu ombligo se vuelve hacia sí, como una media luna en torno a lo que brotan, pelos negros que lo rodean caminando hasta tu pubis y rodeando tu sexo. No puedo evitar el reírme, aprovechando que no me ves, al verlo ahora tan minúsculo, ¡qué diferencia con ese duro mástil con el que me atravesaste anoche y con el que me arrancaste tanto placer! Es enteramente otro y sueño con ese momento en que vuelvas a tomar posesión de mí. Umm sólo de pensarlo tengo que apretar las piernas, así parece que aguanto mejor las ganas.
            Tus piernas largas y musculosas se alargan por el colchón hasta llegar a tus pies. Me gustan tus piernas…y cada vez que las veo las imagino rodeando mis nalgas en ese abrazo tuyo que me hace volar hasta las nubes. Sigo los caminos de sus músculos hasta llegar a tus pies, grandes como los de una estatua griega, que se doblan cada uno a un lado.
            Abres los ojos, me sonríes con tus labios mientras observo que aquella forma escuálida de hace un momento va levantándose como una serpiente ante la música de un encantador. Tus brazos abandonan su estatismo y se levantan hacia mí, suelto la almohada y voy a tu encuentro...

miércoles, 29 de agosto de 2012

La llave mágica


            Siempre fue un misterio para mí, hasta que te conocí, lo que tú llamabas mi cofre del tesoro. Oculto y velado a mis ojos, incluso en esos momentos en que intentaba verlo, girando mi cabeza, se movía y eludía mi mirada. Empecé a acostumbrarme a él a partir de que notara cómo lo contemplabas y de que, de vez en cuando, me lo fueras describiendo: el tono de su superficie, cada uno de sus recovecos, uno a uno sus lunares (que tanto te provocaban)…pero la entrada a él  la tenía prohibida a cualquier goce. Me educaron en el pensamiento de que sólo era lícito el placer por delante o por arriba y que el revés de mi cuerpo sólo tenía una única y delimitada función. Tú me hablabas de esas nuevas sensaciones, que yo no podía imaginar. Mi deseo por ti me empujaba a creerte, pero mi bloqueo me podía y aquel cofre permaneció herméticamente cerrado.
         Hasta aquel día… Todavía no sé muy bien cómo lo hiciste, pero debías de estar tan harto de insistirme que ya no me dijiste nada y en vez de articular palabras, usaste tu lengua de una manera diferente para convencerme. Aprovechando que estaba tumbada desnuda y boca abajo, se alió con tus dedos en caricias suaves y repetitivas que arrancaban, de la zona situada bajo mi espalda, deleites de progresiva intensidad. Aunque era un día fresco de los poros excitados de mi piel brotaban gotas brillantes de sudor. Hubo un instante en el que tu lengua me  pulsó me un determinado punto, situado entre mis nalgas, y me provocó una corriente eléctrica de apetitos nuevos, que derribó mis muros más firmes. Mi mano, entonces, se deslizó hacia la tuya, apretándola, como si con ello te hiciera entrega de la llave mágica del cofre de mis tesoros.
            Percibí cómo la cogías entre tus manos y te aproximabas a  mí con la suavidad del vuelo de una mariposa, explorabas con mimo deseoso aquella entrada y sin aprovecharte de la confianza que te había entregado la fuiste, muy poco a poco, introduciendo en mi cerradura. Sentí una sensación extraña ¿molesta?, pero paradójicamente gustosa, eso fue sólo unos instantes porque aquella aparente incomodidad fue transformándose en un manantial de deseo que fue invadiendo todo mi cuerpo. Yo quería más, mucho más, sentir como esa llave seguía su camino. Un cosquilleo gratamente insoportable me produjo el contacto alborotado del vello de tu pubis con mi piel. La persistente penetración de la llave con las paredes de mi cerradura se transformó en intensa caricia y fue fluyendo hasta la mayor de mis honduras con suma habilidad. Llegó un momento en que ya no pude aguantar más, fue como si los goznes necesarios hicieran saltar de golpe la tapa de  aquel cofre, que ha quedado abierto, de par en par, y en el que desde entonces compartimos nuestro mutuo placer.

sábado, 18 de agosto de 2012

Su baile


          Nací hace muchos años en el barrio de Santiago de Jerez de la Frontera, en donde crecí al ritmo de bailes y cantes flamencos. Desde que tengo recuerdos siento fluir el baile por mi sangre y hasta cuando camino por la calle me cimbreo al aire de sus compases. Razones laborales me llevaron al nordeste y fue cuando conocí a una catalana de rizos castaños, que se adueñó de mi corazón. Los inicios, como suelen ser en estos casos, fueron maravillosos pero la continuidad de la relación hizo que a mí me empezara a faltarme algo de ella: el baile.

            Y en días azules y noches de estrella intenté enseñarle los rudimentos de esos movimientos que eran mi vida. Ella, respondiendo a mi insistencia, lo intentó, pero carente de todo duende, las piernas se le anudaban y se torcía los dedos de los pies en imposibles piruetas. Me llegué a “resignar” a aquella carencia que nos acompañaba, hasta que  llegó nuestro quince aniversario…

            Llegué a casa de trabajar y cuando le di al interruptor de la luz, ésta seguía ausente. Siéntate en el sofá, me dijo.  Y entré en el salón, sentándome, donde una luz tenue iluminaba desde un rincón.  Una música oriental rompió el silencio y a través de la puerta apareció ella envuelta en sinuosos movimientos y desnuda salvo una escasa tela negra con la que velaba el hueco entre sus piernas. Sus brazos extendidos hacia el techo descendieron por los aires haciendo dibujos invisibles, mientras sus pechos, como dos fanales que alumbraran su cuerpo, oscilaban desacompasada pero rítmicamente con aquella música. En sus aureolas superlativas destacaban sus pezones cuyos centros se acrecentaban a medida que se endurecían. Las caderas se le ondulaban, flexionando sus piernas y adelantaba su ombligo hasta mí, tan próximo que llegaba a aspirar el olor intenso de su sexo que untaba mi nariz tras atravesar la tela. En un determinado momento, con un simple gesto, aquella tela se desprendió de su cuerpo, aleteando, hasta caer sobre mis ojos. Y sentí como su más bello escondrijo con movimientos acompasados, se deslizaban por mi rostro hasta encontrarse con mi boca.  Sus piernas colgaron por encima del sofá y sus labios con mis labios conversaron humedecidos por el sabor intenso que manaba del manantial de sus honduras. Mi lengua escapaba de mí hacia ella, queriendo herirla de goce, quedando quieta y expectante cuando, tras un trabajoso ajetreo, su cuerpo cambió el ritmo de la música por el de sus hondos gemidos y las sacudidas espontáneas e intensas del placer. Tras ese momento sus labios y los míos quedaron quietos, en íntimo contacto, sintiendo sólo sus mutuos latidos como si dentro tuvieran unos pequeños corazoncitos. Nuestros cuerpos impregnados en sudor ajeno se derrumbaron uno sobre otro…

            Nunca más, después de eso, eché de menos el baile. Me di cuenta de que ella estaba también dotada para el  baile, pero para uno diferente y, sin duda, más gustoso que el mío.

domingo, 5 de agosto de 2012

Ahogada en besos


      Era su primera vez. Sí ya sabía que no estaba haciendo nada malo, pero tras tantos años de casada, se le hacía cuesta arriba irse de viaje a la costa con sus dos amigas y dejar en casa trabajando a su marido. Claro que la pasión no era la de antes y que, además, le vendría muy bien el cambio de aires, pero aún ya decidida, le seguía dando un “nosequé”. Salió de casa sentada de copiloto y abrió la ventana para disfrutar del aire que, caprichosamente, le encrespó su cabellera. Empezó a saborear los olores como el de la hierba seca de los campos que le despertó el olfato. Tras unas decenas de kilómetros, la brisa del mar le anunció, aún lejos, la cercanía de aquellas ansiadas olas por las que anhelaba  dejar abrazarse. Llegaron al  hotel y ahora le acompañó una sabrosa mezcla a romero y limón y el aroma a piscina que empezó a despertar su sensibilidad dormida. Era ya tarde y sólo pudieron comer algo y, en seguida, les venció el sueño.

Cuando despertó por la mañana, le acompañó el rumor de la respiración leve, nada que ver con aquellos escandalosos ronquidos de su marido, de sus amigas en las cercanas camas. De repente sintió con una extraña sensación a la que no podía dar nombre. Por un lado se sentía nueva, diferente, con una nueva capacidad de desarrollar muchas cosas, pero de pronto algo cosquilleó en su interior. Por la persiana un tenue rayo de sol le arrancaba brillos a la lámpara metálica del techo, Un cierto anhelo le empezó a recorrer de pies a cabeza.  Primero muy suavemente, casi imperceptible, era como una corriente eléctrica que la iba envolviendo por toda su superficie. ¿Qué le sucedìa? Se dio cuenta de lo que era: no estaba acostumbrada a despertarse así.

Desde hacía muchos años, sus primeras sensaciones del día estaban revestidas de humedad. Desde que se casó nunca había tenido que poner el despertador, ni siquiera  recordaba cuando fue la última vez que se despertó sola. Eran los labios de él, rodeados por esa barba incipiente, que arañaba su cara y la adornaba en sensaciones paradójicas,  la que la cubría de besos. Siempre hacía lo mismo, los primeros besos eran menudos, unos simples, hasta que ella iba despertando y comenzaba a desperezarse, con los que lo aumentaba en ímpetu y humedad. Él era reiterativo en besos, en los primeros días a ella llegaba a agobiarse con tanta desmesura, pero con el tiempo los gozaba hasta extremos inimaginables. Y consciente de ello, él los multiplicaba cuando no quedaba ningún centímetro de su cara seca, bajaba por el cuello, se engolosinaba con sus pechos en donde tras besar succionaba y luego, sin prisas, saltaba a sus pies que parecía afilarlos con sus labios. Enroscaba los labios por sus piernas hasta llegar a ese punto, entre ellas, que lo esperaba brillante y gustoso. Allí le hacía ese boca a “labios” matinal, hasta que el cuerpo de ella agitado por acelerados temblores acababa, una vez exhausto, detenido. En ese momento, aún con su cuerpo dotado de una imperceptible vibración, posaba sus pies desnudos en el suelo con la dulce sensación de sentirse ahogada en besos.

            Pensó todo esto y no pudo esperar más en la cama. Se vistió rápidamente lo que hizo que sus amigas se despertaran sobresaltadas:
-¿A dónde vas ahora?- le preguntaron.
-A casa.
-¿Y eso?
-Me voy corriendo a ver si todavía llego a tiempo de que me despierte de la siesta- fue lo último que sus amigas escucharon, tras cerrar ella, con un golpe, a su espalda la puerta de la habitación.

domingo, 29 de julio de 2012

Los viernes de doña Rosario


          Doña Rosario, así le llamaban sus alumnos, regresaba a casa, acompañada del cansancio de toda la semana. Dejaba su cartera sobre la silla y con ese simple gesto intentaba depositar todo lo que, durante aquellos siete días, le había ido socavando por dentro. Se deshizo del moño que caracterizaba su imagen y su oculta melena se desplegó sobre su nuca como un velamen sacudido por el viento. Colgó su clásico traje gris de chaqueta y falda por debajo de la rodilla, delicadamente, sobre la silla y se deshizo en el cubo de la ropa sucia de su blusa que atisbaba olor a sudor.
            Se examinó en el espejo, un examen muy diferente de los que ponía a sus alumnos, y no se disgustó, abrazada por la sedosa tela de su conjunto de ropa interior color vino tinto, se regodeaba de que los embates del tiempo no le hubieran influido en demasía, a pesar de encontrarse en la linde de la cincuentena. Se desabrochó el sujetador gozando del lento roce de los encajes deslizándose por sus orondos pechos y quedando durante un instante, enganchado en lo que ahora se habían convertido en sus cimas endurecidas. Lo dejó caer hasta el suelo y quedó solamente cubierta por aquellas bragas que ocultaban la entrada a su más sensible ranura.
            Se tumbó sobre  el colchón, haciendo que sus dedos murmullearan despacio, primero por sus labios y luego, impregnados de la humedad de saliva, los hacía descender por su cuello y dibujar líneas caprichosas sobre su pecho. En ello se mantenía sin esa dictadura del reloj que la controlaba durante la semana, hasta que, imposible de resistir la dureza de pedernal de sus pezones, sus manos se veían empujadas al hueco que, ahora anhelante, clamaba entre sus piernas. Sus caricias no iban directamente a él, pensaba si ello sería era un amargo fruto de su educación, sino a través de la tela de la braga. Primero rozaba levemente con las uñas y luego provocaba una leve fricción, reiterada, que acababa provocándole una creciente excitación que se reflejaba en la tela empapada y goteante de las bragas. En ese momento se las quitaba y las lanzaba por el aire sin la preocupación de en donde cayeran. Ahora sí, necesitaba con urgencia calmar, mediante caricias, el ansia desesperada con que suspiraba su clítoris. Deslizaba sus dedos por aquella parte de su piel que desprovista de vello era extremadamente suave. Rebuscaba como hábil zahorí por donde manaban las humedades, hasta sumergir sus dedos en ellas, y gustaba cada movimiento agitando aquella minúscula capuchita que tanto le provocaba.  Su cuello se levantaba mientas su respiración se entrecortaba volviéndose insistente. Se escuchó a sí misma en un largo y extenso gemido.
Y a pesar de las hojas de calendarios que habían transcurrido desde entonces, en aquel instante, como cada vez que lo hacía, evocaba en su memoria y sobre cada milímetro de su cuerpo, los temblores que le produjo aquel hombre de voz grave cuyo tono le derritió cuando, sosteniéndola entre sus brazos, le dijo al oído:
-¡Cuánto te deseo Charito!

martes, 17 de julio de 2012

Incidente aéreo


        Sintió un cierto asombro, cuando el avión inició el despegue, a pesar de toda la carga aplastante que hundía su ánimo. Diana había quedado en tierra y con ella dejó atrás todas sus ilusiones y quereres de los últimos doce años, ella se fue a trabajar a aquella isla lejana y había compensado la ausencia de él con un nativo de piel canela. Se lo confesó con una sonrisa, mientras él, muy digno, se dio la vuelta y se dirigió al aeropuerto para volver a casa. Iba tan sumido en su tragedia que no la vio hasta que la tuvo encima, una azafata sonriente y de ojos rasgados de brillo esmeralda le preguntaba si quería algún periódico. Titubeó un “no, gracias”, sobresaltado gratamente con aquel rostro que le alegró su vista.

         Sí, tenía que olvidar a Diana y reestructurar su vida, pensaba cada vez que aquella azafata, embutida en un estrecho pantalón gris que le dibujaba escandalosamente las líneas de sus glúteos, pasaba por su lado. Una blusa blanca por la que asomaba la hondura de su escote y un pañuelo rojo de seda en torno a su escultural cuello completaban todo su atuendo.
        
         Fue algo que no buscó pero aquellos paseos tan próximos de aquel cuerpo tan bien terminado, se lo fueron convirtiendo en  deseoso. El leve roce de su brazo cuando atravesaba el pasillo o de aquella bella ondulación trasera con su hombro le provocaron, azuzado por el tiempo de sequía erótica que sobrellevaba, un cierto calentamiento. El colmo fue cuando la azafata se agachó para hablar con un niño y un escueto tanga azul con dos hebillas a los lados asomó sobre su pantalón. Esto terminó produciéndole una leve erección que en pocos minutos estaba totalmente descontrolada. Cogió las instrucciones de salvamento para taparse púdicamente y entonces ocurrió lo peor…

         La voz del piloto les indicó que iban a aterrizar en pocos minutos y que debían abrocharse los cinturones, no había problema él ya lo tenía abrochado. El problema sobrevino cuando aquella azafata de ojos rasgados fue paseando por los pasillos, comprobando que todos los cinturones de los pasajeros estuvieran atados y se detuvo junto a él.

-Por favor, señor, me permite…-le dijo mientras le cogía las instrucciones de salvamento para comprobar el cinturón. Pero…”lo que vió” le hizo desviar los ojos del cinturón, una prominente hinchazón resaltaba, provocando en la tela de los pantalones una tirantez tal que parecía que iba a estallar, los ojos rasgados se redondearon por la sorpresa, mientras una gran sonrisa iluminaba su rostro. Él enrojeció como un tomate….

         Se reían, recordando esto, cuando tras el aterrizaje salía del aeropuerto rodeando aquellas ondulantes caderas de su brazo, porque, afortunadamente para ambos, ella tenía libre la noche…

martes, 19 de junio de 2012

Me gusta acordarme de ti...



…cuando la distancia nos tiene tan alejados y el tiempo se empeña en desdibujarnos mutuamente en la memoria. Me gusta acordarme de ti y luchar contra la distancia y el tiempo a brazo partido, en los distintos instantes de tu día, que es el mío, que es el nuestro. Me gusta acordarme de ti y despertar de mis recuerdos aquellos momentos que compartimos en los que tanta fue la felicidad que nos ahogamos en alegría. Me gusta acordarme de ti degustando aquellas caricias que, con tus dedos y labios, aterrizabas sobre la pista anhelante de mi cuerpo, mientras elucubro en esas otras que has ido elaborando en la distancia para experimentarlas en cuanto estemos juntos. Me gusta acordarme de ti, paladear mis labios y preparar mi lengua para la lucha con la tuya y saborear la jugosa dulzura de tu saliva que me nutre como el mejor de los alimentos. Me gusta acordarme de ti y sentirme envuelto en ese olor tuyo que me excita y despereza a todos mis deseos. Me gusta acordarme de ti, especialmente ahora en que sé que está muy cercano ese momento en que volverás a perderte entre mis brazos, sin preocuparte por dónde está la salida. 

jueves, 31 de mayo de 2012

¿Nunca le ha sucedido?



       Te ocurrió el pasado domingo… Te despertaste mareada con esa sensación postrera, que acompañan a esas noches que empiezan con un espontáneo encuentro masculino. A continuación,  prosigues sazonando tan grata compañía con unas copas y coronas la noche en tu cama entre mezcla de fluidos, deseos lúbricos y acrobacias sexuales a dos.  Cuando despiertas y entras en la cocina por la mañana, te sientes con la mente embotada, no recuerdas nada y te encuentras a ese hombre desconocido, entre despeinado y desnudo al que no sabes que decirle. Un insólito pudor te lleva a abotonarte el camisón, por el que un pecho, al que notas más ingrávido que nunca, pretende escapar. La cabeza te duele y parece oscilar en una espiral invisible. Observas a medio ver, porque uno de tus ojos no se abre del todo, al que ahora te resulta un individuo desconocido. El te mira silencioso mientras coges la taza. Necesitas urgentemente un café, no estás acostumbrada a noches de este calibre.  Coges la cafetera que te ha preparado, echas un chorro sobre la taza y la azucareas agitando la cuchara. Acercas el borde a tus labios, empiezas a reaccionar tras esas primeras gotas que descienden por la garganta y, es en ese momento de súbita lucidez cuando te haces consciente de algo terrible:
1)      Ayer no tomaste ni gota de alcohol.
2)      No hiciste el amor en toda la noche, ni siquiera recuerdas cuándo fue la última vez que lo hiciste.
3)      Empiezas a reconocer a ese hombre extraño: ¡es tu marido desde hace más de quince años!

sábado, 26 de mayo de 2012

¿Bello vello?


          Siempre se había negado a recortarse aquel abundante vello negro que abruptamente retorcido le crecía entre sus piernas. Para ella era algo “muy suyo” y no entendía esa modernidad de deshacerse de él. Si crecía allí sería por algo. Además, no era un rincón que fuera a lucir en ningún sitio, más que en la intimidad y el que quisiera acercarse a ella debería aguantarse con lo que había, eso sin contar que le daba una cierta dentera el aproximar algo cortante a tan delicado lugar. Todo esto lo pensaba mientras, desnuda ante el espejo, se pintaba los ojos y observaba aquella espesa pelambrera, que contrastaba con el color níveo de su piel.
            Hacía mucho tiempo que no le habían despeinado aquel mechón, pero ahora había quedado con un madurito, a quien había conocido por internet y con quien había llegado a ese entendimiento en que se desea experimentar como el pelo de su bigote canoso se entremezclaba con aquel vello. Empalagó, aquel matojo, en gotas de perfume y fue, entonces, cuando su cita llamó a la puerta.  Entró con paso pausado y la tomó entre sus brazos, sintiéndose ella embriagada de aquel olor que le envolvía, primero a él y pronto a ambos. Tras hábiles y sinuosas caricias, llegó ese momento en que,  acercándose a su entrepierna  le hizo el comentario de si le apetecería que se lo recortara un poco. ¡De ninguna manera!, contestó ella y de esta guisa siguieron entremezclándose en mutuos agasajos, hasta ese extremo, en que la situación alcanzó tal fogosidad, que le hizo perder hasta aquellas de sus convicciones más hondamente arraigadas. Todos sus vellos estaban estirados a causa de la excitación, no supo cuándo fue convencida, pero dejó que los dedos poderosos de él acercaran las tijeras que, con suma delicadeza, trasquilaron, al principio, para igualar después. Ella se dejaba hacer y notaba la ausencia de aquella mata, que poco a poco fue transformándose en una ligera pelusilla.  A continuación fue la caricia cosquilleante y espumosa del jabón, la que, como un susurro producido por el aleteo de una mariposa, sintió en tan recóndito lugar, seguida del leve roce de la cuchilla que le produjo un cierto temor. Cuando terminó, él le acercó un espejito para que viera su obra de arte y los ojos de ella se horrorizaron, se notaba extraña, como si le faltara algo. Entre el temor y la curiosidad acercó sus dedos por aquellos gruesos labios, que desde el espejo ampulosamente le sonreían y por primera vez veía, y sintió, que ahora, desprovisto de estorbos, el roce le provocaba una nueva sensación. Iba a protestar, pero la mueca ininterrumpida de su boca, coincidió con el gesto simultáneo de la de él posando sus pilosos labios sobre aquel lugar en el que antes había una enmarañada dificultad para acercarse. No pudo articular palabra, porque el roce aparentemente insignificante de los pelillos de sus bigotes, contra aquella piel tan exquisitamente sensible y desprovista  hasta ahora de cualquier sensación, le provocó un intenso cosquilleo que indujo desde su garganta unos gemidos intermitentes, que desembocaron en unas sacudidas intensas, nunca experimentadas. Sintió como si su cuerpo se hubiera disuelto y mientras lentamente recuperaba su ritmo respiratorio, una sonrisa trémula iluminó su rostro, ¡ahí, ni un pelo más! pensó, mientras se dejó mecer en una nube.
          Después de aquella experiencia, nunca más tuvo nostalgia de aquellos vellos perdidos, incluso se preocupaba de que no asomaran, ni siquiera sutilmente. Ahora disfruta en las noches de verano y mientras se balancea totalmente desnuda en la hamaca que tiene en su jardín, abre sus piernas para que la brisa acaricie aquellos labios recién descubiertos y revive aquellas sensaciones, recordando aquel día en que, gracias a unos vellos que cayeron y a otros vellos ajenos que se le acercaron, se quedó durante largo rato balanceándose en una nube.

viernes, 11 de mayo de 2012

Quince minutos


     Había llegado ese momento que parecía que nunca iba a llegar. El vaho cálido de tu respiración fue lo primero que sentí, seguido del leve roce de tus labios. ¿Fue cosa mía? Pero me pareció distinguir cada arruguilla de esa superficie carnosa. Al principio anormalmente seca, pero sólo una décima de segundo, porque enseguida empezó a bañarse de una suave humedad. La saliva empezó a anegar aquel campo dotándolo de nueva vida, tu sabor apacible empezó a despertar a mis papilas, especialmente cuando se mezclaron nuestros sabores, produciendo uno diferente, gustoso y que me provocaba ese apetencia de tu algo más. Nuestros labios se abrazaban tan dulce como brutalmente, con esa violencia propia de una pasión almacenada durante tanto tiempo. 
      Masticaba tus carnosidades, que parecían pedirme más y fue cuando mi lengua las recorrió con su punta hasta encontrar la entrada a la placentera cueva de tu boca.  Su punta juguetona esculcaba en tu interior, lamiendo cada uno de tus dientes y asomándose hasta la entrada a tu garganta donde se recreaba humedeciendo tu campanilla. Nuestros labios siguieron reconociéndose y ahora mi lengua se encontró con la tuya, danzaron juntas, muy pausadamente, casi quieta, primero en tu boca y después siguieron su baile hasta la mía, donde aquella mezcla de salivas me supo a preciada exquisitez.
      Sentía como todo mi cuerpo se tensaba, respondiendo con cada célula, a aquel impulso que originándose allí se transmitía por cada una de mis venas. Yo estaba tan a gusto que no me aburría de aquellas sensaciones, repetitivas y siempre nuevas.  Saturado de humedades la saliva se desbordó a chorros por las comisuras de mis labios, hasta ese instante mágico en que mezclada con mis lágrimas siguieron fluyendo a través de mi cuerpo, justo hasta ese instante, que al ver el reloj, me hice consciente de que hacía muchísimos años en que no había dado un beso como éste, que ya duraba más de quince minutos.

lunes, 7 de mayo de 2012

La señorita X




Adela fue siempre una niña rarita, desde muy pequeña disfrutaba más con los polinomios que con las Barbies. Creció en tamaño y madurez y aquella afición matemática derivó en tintes casi enfermizos, por tanto no es extraño que, tras aprobar brillantemente la Selectividad, decidiera encaminar sus pasos universitarios hacia tal materia. Disfrutó en aquellos cinco años en que dedicó todas sus energías a la resolución de ecuaciones, dibujar curvas, calcular vectores y despejar incógnitas. En cuanto terminó, sin ninguna dificultad  fue contratada como profesora asociada en la Universidad.
 Estaba deseando transmitir aquellos conocimientos que bullían por su interior a sus alumnos. Para Adela aquellos algoritmos eran toda su existencia, pero para ellos sólo una minúscula parte de su vida y aquella diferencia de perspectiva los separaba con una honda brecha, más de lo que para ella era deseable.  No le pasaba inadvertido,  porque lo había escuchado más de una vez por los pasillos, que le habían puesto el sobrenombre de señorita X.  Seguro que tenía que ver, pensó ella, que constantemente les insistiera en lo gratificante de resolver el valor de la X.
Esto le fue preocupando, al principio, y molestando después. Y poco a poco una cierta obsesión empezó a formar parte de su vida cotidiana. Cada vez que trazaba los palos cruzados de la x era como si un fino punzón se le hincara en la piel. La situación le fue agobiando, desconocía lo que hacer, sobre todo cuando ello le provocaba noches de insomnio y profundas ojeras en su agraciada cara. Sabía que aquello tendría que salir por algún lado y que en algún instante haría una locura…
Aquel día entró en clase como cualquier otro, ya llevaban varios días con la Trigonometría, algo que a ella siempre le había hecho disfrutar y que percibía que a ellos le importaba no más que un pimiento. Estaba de espaldas escribiendo una fórmula en la pizarra: 2sen2 x+… Su fino oído captó unas risitas a sus espaldas y alguien que repetía en tono jocoso : “los dos senos cuadrados de x”… Aquello fue demasiado, estrelló la tiza contra el suelo y lanzando una mirada de furia a su auditorio, se sentó sobre la vieja mesa de madera encogiendo sus piernas y, desprendiéndose de su blusa y  del sujetador con un hábil movimiento, dejó sus orondos pechos al descubierto ante su asombrado auditorio. Entonces fue cuando dijo aquella frase que nunca olvidaron sus alumnos y a punto estuvo de convertirse en eslogan de la facultad:
-¿Con que los senos de X son cuadrados? Nada de eso, ¡redondos y bien redondos!
Luego como si no hubiera sucedido nada siguió el desarrollo de aquellas fórmulas, plenas además de los senos, de cosenos y tangentes. Algo logró, desde entonces sus alumnos seguían sus clases atentos y casi aguantando la respiración y nunca más le llamaron señorita X, sino señorita Adela.

viernes, 4 de mayo de 2012

Lanzo mis pies al suelo


Sacudo mis últimos rastros de sueño, con los ojos pegados todavía, los cabellos enmarañados y con esa cara que sólo es atractiva en nuestra intimidad, lanzo mis pies al suelo, palpándolo a la búsqueda de las chanclas, con esa torpeza característica de los dedos de mis pies. Corto el aire con mi cuerpo desnudo, bamboleante, mientras levemente recupero el equilibrio y  me dirijo a la ducha. Abro el agua caliente y dejándome revitalizar por ella, empiezo a soñarte entre vapores y humos.
Te sueño junto a mí, intentando evitar la nostalgia creciente de tu ausencia. Esa que, cuando estas lejos, se agarra a mi piel resistiéndose a abandonarme. Te imagino detrás de mí, con tus uñas tintadas en color, recorriendo mi pecho de arriba para abajo, gozándome bajo los chorros de agua ardiente y espumándome todos los rincones, surcando mis recovecos y jugueteándome con todo lo que me cuelga. Cierro los ojos y vuelo hasta ti…
Cuando noto mis poros abiertos, a través de los cuales fluyen todos mis anhelos, cierro el grifo. Tomo la toalla y muy lentamente desadhiero las gotas de agua de mi piel. Lanzo mis pies hacia las chanclas y tras secarme la cara me miro al espejo, sonriéndome y recordando que ahora voy a recogerte a la estación y en poco tiempo esos sueños recientes se harán realidad.

viernes, 27 de abril de 2012

Descansa tu mano


         Acerca tu mano, de dedos finos y uñas alegres, y pósala sobre la mía, abriéndola a todas las sensaciones que guardas en tu interior. Déjame reconocer a través de tus dedos el trinar sonoro  de tu corazón, que así se aproxima al mío, y me habla de ti, de lo que sientes y de tus más íntimos deseos…
            Que nuestros dedos se cosquilleen mutuamente, muy despacio, como gozoso prólogo del inminente estallido que provocará el choque de nuestras pieles, para que esa suavidad murmulle quedamente y se transmita por todo mi cuerpo. Déjame que agarre tu mano acogiéndola con la fuerza de la mía y dándote seguridad.  Vete relajando poco a poco, descansa tu mano y, a través de ella, toda tú, mientras te abandonas,  acunada por los hilos trenzados de mi cariño.
  Deja que nuestros dedos hablen de nosotros…ese retozar de yemas, esa caricia suave hará que nuestros sentimientos afloren y podamos pronunciar esas palabras que deseamos, mirándonos a los ojos.  Mírame…quiero reflejarme en tus pupilas mientras tus manos me acarician…mientras me deslizo suavemente entre blandas nubes de algodón.
            En medio de este sortilegio de hondas sensaciones, deseo sentir tu mano contra la mía, tus dedos hilvanando los míos…tus ojos penetrando en mi oscuridad… Deja que eso sea posible…
 (con la colaboración de Siam)

martes, 24 de abril de 2012

Como una cebolla


Como una cebolla, me dijiste que te acercabas a mí, sonriendo ante mi gesto perplejo. Llegaste precedida del olor de tu perfume que mezclado con el de tu piel envolvieron el ambiente en ese aroma tan peculiar con el que siempre logras turbar mi pituitaria. Desde luego de olor a cebolla nada, pero enseguida me aclaraste que era una comparación fruto de las múltiples capas de ropa con las que el frío reinante te había obligado a cubrirte.
Tus labios se acercaron a los míos en largo y húmedo contacto. Y percibí, como al punto, la temperatura te subió porque tu frente quedó brillantemente iluminada por gotitas de sudor. Tus dedos, con agilidad de pianista, deslavazaron el nudo de tu cinturón y tu abrigo cayó al suelo, con lo que tus formas empezaron a atisbarse. Luego fue el pañuelo el que resbaló en torno a tu cuello, hasta caer al suelo formando un garabato con pliegues. Tus brazos se alzaron en el aire, estiraste las mangas y fueron liberándose del jersey, Asomaste tu cabeza con los ojos luminosos y el cabello encrespado y admiré como tus pechos seducían hermosas formas en la tela de tu blusa, como queriendo escaparse de ella. Lentamente, perturbándome, tus botones separándose de los ojales fueron acrecentando las formas voluptuosas de tus pechos. La blusa quedó totalmente abierta, quedando tus pechos totalmente al aire y dejando al descubierto tu ombligo oscuro cuya forma angulosa parecía hacerme un guiño. Deslizaste la blusa por los brazos que se desplomó a tus pies, quedando expuestas tus desnudeces por encima de tus vaqueros azules.
Nos miramos y sin decirnos nada, los dos entendimos que necesitábamos más. Esta vez fueron mis dedos los que desataron el botón de tu vaquero, que quedó encastrado en las formas de tus glúteos, te ayudé a bajarlos… Y de la cremallera, abierta como la corola de una flor, surgió una  moldeada ringlera de vello oscuro que perfeccionaba tu preciosa raja, abierta entre carnosos labios, chispeante de brillos nacarados.  Mis labios deseosos de calmar su sed se acercaron a esos tuyos y fueron sorbiendo acompasados por el agitado cimbreo de tu cuerpo y tus entrecortados gemidos. Mientras saboreaba tus íntimas exquisiteces, me reiteraba en que aquellas no sabían, de ninguna manera, como una cebolla. 

sábado, 21 de abril de 2012

Deseando que me veas

      
    Quiero verte, pero sobre todo estoy deseando que tú me veas, pues hace mucho tiempo, demasiado tiempo, en que nadie derrama sobre mí la luminosa caricia de una mirada como la tuya.

sábado, 14 de abril de 2012

Re-besada


           Siempre me han gustado los besos, pero no cualesquiera tipo de besos. Me repelen esos besos sociales de saludos y adioses en caras que habitualmente evitas, esos otros  en que los labios, evitándose acercar, chascan en el aire o incluso los que llegan a contactar con la piel y a través de ella se percibe el tacto frío de quien está a tu lado pero con su ánimo ausente.
            En cambio me encantan esos besos que traslucen la alegría y el cariño de quien me los da, con los que alguien consigue aproximarse a mi corazón. Sentir en contacto con tu piel el calor ágil de esos labios iluminados por una leve capa de humedad. Sobre todo me gustan…¡los tuyos!
            ¡Qué momento tan maravilloso es ese instante precursor a tu contacto! Gusto cada milisegundo en que te acercas y todo mi cuerpo se estremece, preparándose para recibir tus ósculos. Y disfruto de ese definitivo instante en que, al fin, tus labios con la tierna levedad de una mariposa se posan sobre los míos. Intento averiguar el sabor de tus labios, siempre conocidos, siempre nuevos. Me dejo envolver por su humedad y los muerdo levemente comprobando su textura. Nos gustamos y unos y otros labios danzan mutuamente en un baile sin pies. Nuestras bocas se abren, nuestras lenguas se enroscan y bucean en esa hondura ajena tan húmedamente sensual.
            Pero lo  que más me gusta, cuando te estoy besando, es sentir cómo tu sexo, inicialmente, de aspecto mimoso y tierno, se va consolidando en atractivas formas y alzándose bruscamente hacia arriba como si quisiera olisquear mi ombligo. Te lo miro con ojos lúbricos y rebosa mi deseo por ti. Entonces te lo rodeo con mis manos mientras, un momento antes de derretirme, acercas tu boca a mi oído y me dices:
 -¿Sabes que eres lo más maravilloso que nunca me ha pasado?

martes, 10 de abril de 2012

No lo puedo remediar...


Cuando dejé de ser niña mis pechos crecieron y se redondearon. Al principio no tenía posibilidad de compararlos con otros y ello hacía que me parecieran “normales”, debido a esa habitualidad con que vemos lo propio cuando desconocemos lo de los demás. Pero cuando tuve la oportunidad de ir viendo pechos ajenos, me di cuenta que los míos, sin duda, eran peculiares. Su tamaño no es excesivo, aunque eso sí abrumadoramente esféricos. Mis aureolas tienen un color pardo brillante y son de tal tamaño que me ocupan casi todo el pecho destacando en su centro los que empezaron a crearme problemas: los pezones.
No, siempre no fue así,  sino que todo empezó a partir de un determinado día del que no puedo olvidarme. Estaba yo en la playa, tenía algo más de veinte años, de pronto el familiar  roce del bikini, se convirtió en una sensación muy diferente, era como si en vez de la tela, unos dedos invisibles empezaran a toquetear mis pezones. Noté cómo empezaban a cambiar de formas, se iban endureciendo y podía notar hasta los milimétricos surcos que se me iban formando en unos granulosos desniveles, a la vez empezaron a endurecerse mientras crecían desmesuradamente. Aquellos largos apéndices sobresalían tanto que, si no fuera por esa cierta presión de la tela hubieran quedado pendidos en el aire, sobresaliendo asombrosamente. Palpé “aquello”, con la yema de mis dedos, dotados de un cierto disimulo, y una especie de calambre, entre doloroso y placentero,  recorrió todo mi cuerpo. Miré la tela y era exagerada la presión del pezón sobre  ella, pareció querer atravesarla, me recordó a una serpiente que se meciera a los sones de la flauta de un encantador y pugnara por salir de la cesta.
Noté el rubor que encendió mis mejillas y rápidamente busqué el acogedor y pudoroso abrigo de una sudadera que tenía en la bolsa de playa, intentando ocultar lo indisimulable. Hacía un día de viento de levante con muchísimo calor, por eso a la amiga que me acompañaba, a quien no me atreví a contarle nada, le extrañó que me pusiera la sudadera a pesar de que casi me derrito en sudores. Transcurrida una media hora todo volvió lentamente a la posición inicial.
Desde entonces, sin avisar, me ocurría eso de vez en cuando, por lo que  siempre me acompañaba, indefectiblemente durante años, de un grueso jersey, incluso en verano. Hasta que un día… acudí a una entrevista de trabajo, dejé mis cosas junto a la secretaria y el director me hizo pasar al interior de su despacho. Tenía cara de cansado y es que, según me dijo la secretaria, era la número doce que acudía aquella mañana a la entrevista para aquella plaza. Mi currículum no era malo, observaba que ponía  cara interesada mientras lo leía, de pronto, levantando la vista del papel, me miró y al posar su vista por debajo de mi cuello, observé en su rostro un gesto de sorpresa mientras su labio inferior colgaba flácidamente por el asombro. ¡Otra vez! Se me estaban disparando los pezones y no tenía a mano el dichoso jersey… Intenté poner la cara más disimulada posible, una póker face, y fue entonces cuando sin quitarme ojo de “mis problemas”,  me sorprendieron sus palabras:
-¿Cuándo puede empezar a trabajar?
         En aquel momento “aquello” dejó de ser una contrariedad para convertirse en una inesperada arma y empezó mágicamente a ser una fuente de beneficios.  Aquellas extensas dilataciones, enfrentadas a las miradas masculinas, me reportaron elaborados piropos, más de una noche de cálidos revolcones e invitaciones a exquisitos menús. Criticada por algunas de mis amigas, no exentas de cierta envidia, por aquel espurio uso que hacía de mi delantera, yo siempre les respondía:
-Y ¿qué quieres que haga si no lo puedo remediar…?

lunes, 2 de abril de 2012

Pidiendo permiso

        Hoy le pido permiso a la vida para saborear un beso. No exijo mucho, ni elijo el tipo de beso ni reclamo que sea largo, me bastaría que durara lo que un suspiro. No es cuestión de tamaño, sino de un simple roce de labios sobre mi piel. Me resulta, a estas alturas, algo tan inaudito que su sola mención me trae evocaciones de eternidad. Que me lo dé cualquiera, eso sí que sea, al menos, con una leve humedad que le inculque vida y un brote aunque sea pequeño de ternura. Necesito ese beso desesperado, para aparte de por los latidos de mi corazón, tener algo más que me haga sentir viva.
         Hoy le pido permiso a la vida para saborear un beso… ¿y si no fuera posible… tal vez medio beso dado con el labio de arriba?

viernes, 30 de marzo de 2012

Algunas y otras veces


Algunas veces me siento segura en mi rutina, pero otras veces mis sueños rompen todos los moldes y vuelan más allá de las estrellas.
Algunas veces la soledad es mi compañera y amiga, pero otras veces tu contacto íntimo es lo que más deseo.
Algunas veces me solazo con el pisoteo de las hojas secas que acompañan a la sinfonía de colores otoñales, pero otras veces es el despertar de la primavera el que hincha mi espíritu.
Algunas veces soy pudorosa y comedida, pero otras veces, cómo me ocurre en esta ocasión, quiero desvergonzarme, arrojar lejos mi camiseta y liberar mis pechos que oscilen descompasadamente en el aire. Dejármelos mimar por la caricia del aire y endulzar por el deseoso descaro de tu mirada.

domingo, 25 de marzo de 2012

Olores urbanos

             Caminábamos por la calle, en una tarde bulliciosa de primavera. La buena temperatura había expulsado a la gente de sus casas, con lo que se hacía complicado hasta dar un paso. De pronto mi nariz, como si aparentemente se hubiera estirado, empezó a percibir un extraño amasijo de olores. El olor a torrijas que alimentaba el aire por el que parecían circular calorías. Los vapores de incienso de una tienda cofrade. El aroma que traspasaba la puerta del bar del café de media tarde. Los perfumes primaverales de las mujeres con que me cruzaban, mezclado con ese otro olor que denotaba que aquellos vestidos de escuetas telas estaban recién sacados de los armarios. Y la explosión silenciosa del azahar que salpicaba los naranjos que se alineaban en la acera, junto con ese aroma tan próximo a mí y tan tuyo. Tal cúmulo de sensaciones en mi nariz, produjo una peculiar e instantánea excitación del resto de mis sentidos.

-¿Cómo sientes tú, que padeces anosmia, todo lo que me provoca esta borrachera de olores que nos rodea?- te pregunté con curiosidad.
-Mira- y me señalaste tu brazo con tu epidermis sensiblemente erizada, no precisamente por el frío, donde tu pelusilla rubia se erguía como minúsculos estandartes.
               
           Acaricié la llamada de aquella piel con las yemas de mis dedos y entonces fue cuando me diste un tirón de la mano, arrastrándome hacia el interior de una casapuerta oscura. En un instante me encontré contra la pared, rodeado por tus brazos y con tu lengua, melosa, primero dibujando mi cuello con la punta de tu lengua y después esculcándome con ella, como si intentaras arrancar sabores del interior de mi boca. Me sentí inundado por ti, apagándose el resto de mis sensaciones, y me di cuenta que tu carencia de olfato acentuaba, ¡y de qué manera!, otras facetas aparentemente apaciguadas de tu sensibilidad. Lo pensaba mientras, tras un complicado forcejeo con mi cremallera, yo te ahondaba por tus abajos, mientras me sentía cálidamente acompañado por ese jugo que manaba vivamente de tu interior.

martes, 20 de marzo de 2012

Sabor a primavera

            Fue un día, parecido a tantos otros, ya desprovisto de los colores grises del invierno, el que hoy me ha venido a la memoria. Había sido una maravillosa jornada en la que durante horas, con mi brazo rodeando tu cintura y nuestros corazones trenzados, caminamos al unísono, durante muchas horas.
            Cuando llegamos a tu casa sacudiste tus pies en el aire, golpeando contra el suelo un zapato tras otro, despertando en tu rostro un gesto de alivio. Dejaste que tu vestido resbalara hasta tus pies y abandonaste tu cuerpo horizontalmente, mientras el colchón acogía su desnudez. Levantaste tus piernas y tus pies quedaron a la altura de mis labios…
        Solacé mi vista ante aquella planta polvorienta, sintiéndome irremisiblemente atraído por ella. Desprendía un olor atractivamente acre que engolosinaba mi pituitaria desde tu más profunda intimidad. Mis labios humedecidos en saliva iban disolviendo aquellos tiznes oscuros a la par que iba apropiándome de tu sabor. Los dedos de tus pies, coronados de uñas con un seductor brillo nacarado se agitaban al aire, desentumeciendo, con ello, el esfuerzo del día y embelesando a mi boca, que gustosa succionó tu dedo meñique, que se removía saltando sobre mi lengua como en una cama elástica. Empapado de saliva dejó el turno a su compañero. Los deglutía y saboreaba, exprimiendo sus sabores. Uno tras otro, lenta y mimosamente fueron brillando y empapándose de mi saliva, hasta llegar a tu dedo gordo. Mis labios tuvieron que dilatarse para que pasara al interior de mi boca. Cerré los ojos y lo fui chupando muy mansamente, como si se tratara de un sabroso manjar que nunca se consumía. Sentí la dureza de tu uña descansando sobre mi lengua y mis dientes acariciaron el dedo de arriba abajo. Rocé con él mi campanilla, ahogando ese dedo, tan único y tan sintiéndolo mío, en saliva y disfrutando al ver cómo te lo empapaba.
          Tu pierna se estiró mimosamente y con ella todo tu cuerpo semejó estremecerse placenteramente, como si cada célula contagiara a las de al lado. Desde mi posición podía ver cómo ibas perdiendo tu aparente lasitud y crecían tus pezones, sin necesidad de tocarlos. Tus manos se asieron con fuerza al colchón, tu cuello se estiró hacia atrás, tus pestañas se abrazaron dejando al descubierto la desnudez de tus párpados y tu boca de labios entreabiertos, por la que escapaba un aire que se iba acelerando a medida que me sentías más tuyo...
            Un gemido débil, que se estiró en el tiempo, salió de tu boca y tras unos instantes en que tus músculos se tensaron, toda tú pareciste desplomarte sobre aquel colchón, entonces fue cuando me acordé a qué sabor tan especial me recordaba tu pie: a ese sabor dulce y excitante que tiene cada comienzo de primavera.

miércoles, 14 de marzo de 2012

El antipulpo

        Sus primeros recuerdos adolescentes eran de cómo los niños se habían convertido en hombres y estaban asociados a la transformación de sus brazos en peludos y musculosos, algo que tanto le llamaba la atención. ¡Cuidado!, son como pulpos, le advertía su madre, que se enroscan en torno a tu cuerpo para tocarte todo lo que puedan.
        No supo cómo, pero con el tiempo, la que fue inicial repugnancia, tras algunos primeros contactos, tornó en gratos deleites. No fueron tantos como ella hubiera querido y la memoria ya había hecho lo imposible por borrar los que algún día disfrutó.
        Pasaron los años y ahora su propia cama se había convertido en un peculiar acuario con la reiterativa compañía de unos de estos moluscos cefalópodos. Sentía su propio cuerpo como agostado, carente de esa vitalidad que alguna vez le produjo la penetración, en su deseosa hondonada, de su miembro masculino, hoy ya tan inaccesible y desconocido, Percibe, a su lado, la respiración ajena y adormilada en aquella cercanía, que ya quisiera ella que fuera íntima, y se suplica a sí misma, como si eso sirviera para algo, por saborear el abrazo intenso de sus tentáculos. Ansía que se deslicen a lo largo de su cuerpo desnudo, que la rodeen y la abracen con fuerza,… pero eso sólo ocurre cuando su subconsciente le regala bonitos sueños.
       Como un intento postrero, agarra aquel pesado brazo, colocándolo sobre su cuerpo, deseando e invitándolo a que alboroce su femineidad, pero éste se niega a responder y cuando lentamente se retrae hacia atrás, volviendo a su posición inicial, siente un inmenso dolor, como si la desgarraran con ganchos invisibles. A estas alturas ni siquiera pide ella caricias, se conformaría con simples roces, que despabilaran su cuerpo y le revelen que está viva, aunque fueran elongaciones de pulpos extraños y de tentáculos de cualesquiera formas y texturas…
        Mientras el riego de sus lágrimas se desliza en manantiales por la superficie de una piel que no fructificará, ella piensa que tuvo mala suerte y ¿ya no tiene remedio? Porque lleva veinte años en defectuosa coyunda con el que está seguro de que es un antipulpo.

sábado, 25 de febrero de 2012

Espionaje primaveral

     Al fin, pudo levantarse de la cama, donde llevaba horas tumbadas sin poderse mover por culpa de la ciática. Yo llevaba toda la mañana espiándola a través de la ventana. Se le notaba que estaba harta de las múltiples “goteras” que le estaban invadiendo en la recta final del embarazo. Miró por la ventana, ¿me habría visto?, hacía calor, el verano estaba a punto de llegar y le costaba disfrutarlo. Salió desnuda al jardín de su casa, cojeando y, con no poco esfuerzo, logró sentarse en la hierba mullida. Yo me escondí tras uno de los árboles.

         Me gustaba contemplarla así, sentada sobre aquella alfombra verde, y haciendo ese gesto leve de acariciar su cabellera roja, rutilante al hermosearla los rayos de sol vespertinos. La había visto muchas veces desnuda, pero ahora en su estado de gravidez la encontraba especialmente atractiva. Las formas de su cuerpo se habían hermoseado, ganando consistencia. Sus pechos habían crecido y premoldeado en forma de nutricias ubres, con unas aureolas tan grandes como oscuras. Sus piernas laxas terminaban en tobillos hinchados, no debían estar acostumbradas a soportar aquel exceso de peso. Me encantaría posarme en ella, con algo más que con mis ojos.

         La observaba tan fijamente que no me percaté de la piedra que, lanzada contra mí, me acertó en la cabeza y, trastornado, me hizo caer al suelo. Al oír las risotadas del adolescente de la casa vecina, me di cuenta de que había usado aquel tirachinas, que ya sospeché que no iba a traer nada bueno. Y eso que su padre le había advertido que no lo usara contra nosotros, los pájaros. Lo último que sentí, antes de cerrar los ojos para siempre, fue cómo ella se acercó a mí con paso vacilante, despacio sobre la hierba, y agachándose me cogió en su mano y acarició mis plumas.

sábado, 21 de enero de 2012

Besos bajo la luna

        
        Era una noche de luna llena, envuelta en un calor viscoso, tras una agradable cena nos fuimos a pasear junto a la orilla. La playa estaba salpicada de hogueras, era la noche de San Juan, que como una plaga de luciérnagas se extendían en la distancia. Con los zapatos en las manos anduvimos acompasadas por la orilla, gozando de ese grato contraste entre la humedad del agua y el masajeo arenoso de la planta de nuestros pies.
         Nos miramos a los ojos, luego hacia el mar y sin decirnos nada, nos desnudamos, dejando resbalar nuestros vestidos hacia la arena, mientras sentíamos la caricia de la brisa cálida de la noche sobre nuestra piel. Nos introdujimos en el mar con nuestros dedos entrelazados, como si con ello expulsáramos el respeto que teníamos hacia las oscuras aguas y hundimos nuestras cabezas bajo una ola.
         Al sacar la cabeza y verte brotar del mar, como una sirena no pude resistirlo y la visión de tus turgentes pechos hizo que, la liviana atracción de tus labios que me había perseguido durante toda la noche, se convirtiera en irresistible. Mi cuello se inclinó hacia el tuyo y por un instante sentí tu respiración pegada a mí, mientras mis labios se posaban sobre los tuyos, que los acogían con la mayor de las dulzuras. Al principio con una cierta levedad y envalentonada por tu ardiente recibimiento, luego con una mayor intensidad. Gusté el tacto jugoso y húmedo de tus labios y quise hacerlos míos. Te besé aspirando tu sabor y gustando la dulzura de tu saliva, que al mezclarse con la mía, la sentía borbotear. El mecido leve del mar agitaba nuestros cuerpos y abrí mi boca para recibir tu lengua, que exploró todo el interior de mi boca hasta toparse con la mía y enzarzarse con ella en un sensual baile. Me gustaba el cosquilleo de tus pestañas sobre mi rostro  y en esos momentos que abría los ojos, disfrutar de esos brillos que la luna deslizaba por tus cabellos. Y disfrutamos entre olas, envolviéndonos en múltiples contactos.
         El tiempo transcurrió, veloz como una saeta, en aquel rato de  acrobacias acuáticas a dos. Nunca había disfrutado de una sesión de besos como aquella. Al terminar nos miramos a los ojos, nuestros cuerpos arrugados por el agua, y nos lanzamos una sonrisa, nos cogimos una mano. Los primeros rayos del amanecer salpicaban el horizonte, mi última mirada, tras dejarme flotar por las aguas, fue hacia tus pechos que erectos, destacaban fuera del agua como dos islotes gemelos y apetecibles.

jueves, 12 de enero de 2012

En pareja dos


            Anhelo ese dúo inolvidable que forman tus pechos. Ese inconfundible olor  que provoca a mi pituitaria cuando mi nariz se sumerge entre ellos. Su sabor almibarado que mi lengua lame inagotablemente, cuando, cada vez que lo recorre, lo hace con esa sensación siempre nueva de quien se posa en planetas inexplorados, contribuyendo a ello sus formas turgentemente esféricas..
            Me gusta acariciarlos con mis dedos. Primero muy suavemente, con esa levedad, casi disimulada, que eriza los corpúsculos de tu epidermis, adornándola de esa manera tan sensualmente original. Luego, con más intensidad, mientras mi mirada lúbrica se alterna entre tus pezones oscuros, que crecen como volviéndose sobre sí mismo, y tus ojos que miran al techo, como queriendo ahondar en tus sensaciones. Caricias en torno a esos pezones, sin tocarlos, haciendo que ansíen ser acariciados y cauterizando sus deseos con la cálida humedad de mi lengua.
            Ábreme tus pechos y abraza la dureza de mi sexo, iluminadamente gozoso con su puntita goteante. Amásalo con ese frotamiento dulce que le proporcionas cuando se desliza entre ellos, hasta que su creciente reciedumbre se me haga insoportable y vierta, regándote con el más dulce de mis jugos y convirtiendo tus pechos en dos hermosas cimas nevadas.