Era su primera vez.
Sí ya sabía que no estaba haciendo nada malo, pero tras tantos años de casada,
se le hacía cuesta arriba irse de viaje a la costa con sus dos amigas y dejar
en casa trabajando a su marido. Claro que la pasión no era la de antes y que,
además, le vendría muy bien el cambio de aires, pero aún ya decidida, le seguía dando un “nosequé”. Salió de casa sentada de copiloto y abrió la ventana para disfrutar del
aire que, caprichosamente, le encrespó su cabellera. Empezó a saborear los olores como el de la hierba seca
de los campos que le despertó el olfato. Tras unas decenas de kilómetros, la brisa del mar le anunció, aún lejos, la cercanía de aquellas ansiadas olas por las que anhelaba dejar abrazarse. Llegaron al hotel y ahora le acompañó una sabrosa mezcla a romero y limón
y el aroma a piscina que empezó a despertar su sensibilidad dormida. Era ya tarde y sólo pudieron comer algo y, en seguida, les venció el sueño.
Cuando
despertó por la mañana, le acompañó el rumor de la respiración leve, nada que
ver con aquellos escandalosos ronquidos de su marido, de sus amigas en las
cercanas camas. De repente sintió con una extraña sensación a la que no podía
dar nombre. Por un lado se sentía nueva, diferente, con una nueva capacidad de
desarrollar muchas cosas, pero de pronto algo cosquilleó en su interior. Por la
persiana un tenue rayo de sol le arrancaba brillos a la lámpara metálica del
techo, Un cierto anhelo le empezó a recorrer de pies a cabeza. Primero muy suavemente, casi imperceptible,
era como una corriente eléctrica que la iba envolviendo por toda su superficie.
¿Qué le sucedìa? Se dio cuenta de lo que era: no estaba acostumbrada a
despertarse así.
Desde
hacía muchos años, sus primeras sensaciones del día estaban revestidas de
humedad. Desde que se casó nunca había tenido que poner el despertador, ni
siquiera recordaba cuando fue la última
vez que se despertó sola. Eran los labios de él, rodeados por esa barba
incipiente, que arañaba su cara y la adornaba en sensaciones paradójicas, la que la cubría de besos. Siempre hacía lo
mismo, los primeros besos eran menudos, unos simples, hasta que ella iba
despertando y comenzaba a desperezarse, con los que lo aumentaba en ímpetu y
humedad. Él era reiterativo en besos, en los primeros días a ella llegaba a
agobiarse con tanta desmesura, pero con el tiempo los gozaba hasta extremos
inimaginables. Y consciente de ello, él los multiplicaba cuando no quedaba
ningún centímetro de su cara seca, bajaba por el cuello, se engolosinaba con
sus pechos en donde tras besar succionaba y luego, sin prisas, saltaba a sus
pies que parecía afilarlos con sus labios. Enroscaba los labios por sus piernas
hasta llegar a ese punto, entre ellas, que lo esperaba brillante y gustoso.
Allí le hacía ese boca a “labios” matinal, hasta que el cuerpo de ella agitado
por acelerados temblores acababa, una vez exhausto, detenido. En ese momento,
aún con su cuerpo dotado de una imperceptible vibración, posaba sus pies
desnudos en el suelo con la dulce sensación de sentirse ahogada en besos.
Pensó todo esto y no pudo esperar
más en la cama. Se vistió rápidamente lo que hizo que sus amigas se despertaran
sobresaltadas:
-¿A dónde vas
ahora?- le preguntaron.
-A casa.
-¿Y eso?
-Me voy corriendo a
ver si todavía llego a tiempo de que me despierte de la siesta- fue lo último
que sus amigas escucharon, tras cerrar ella, con un golpe, a su espalda la
puerta de la habitación.
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