Hay épocas en la propia existencia en que se camina
especialmente cabizbajo, con la cabeza hundida entre los hombros, como ahora le
sucedía a Bruno. Había entrado ya en los cincuenta, en esa pesarosa década, como
definía él a este momento de su vida.
Atrapado
en un trabajo aburrido en el que las horas cotidianas se desgranaban con
lentitud de tortuga, el resto del día lo soportaba sumido en una tediosa soledad.
Se sentía solo, sí esa era la mayor característica de su vida. Sólo en algunos
períodos de su vida había estado emparejado. Había sido hombre de gustos
distinguidos y siempre había valorado a esas mujeres más estilosas que
bellezones, esas capaces de conjuntar el tono del lápiz de labios con el de las
uñas de los pies o que en el momento de desnudarse o que su ropa interior fuera
tan primorosa como la que descansaba cuidadosamente doblada sobre la silla. El
que no fuera así, le hacía apartarse de ellas. Pero de esas experiencias hacía
demasiado tiempo…
Su
soledad se había convertido en una verdadera prisión a sus instintos y algunos
días lo estaba llevando al borde de su desesperación. Se consideraba más que
habilidoso, sexualmente hablando, pero últimamente algo le obsesionaba
machaconamente: el meter su sexo en un agujero equivocado. Esa obsesión tuvo su
fundamento en un viaje de fin de semana que hizo a Madrid. Paseaba por el paseo
que hay junto al estanque del Retiro cuando por malsana curiosidad se acercó, a
la mesa de una las adivinadoras de porvenir. Era una mujer entrada en los
cuarenta de rizos salvajes y mirada inquisitiva. Desplegó las cartas sobre la
mesa y tras algunas generalidades, le dijo que tuviera mucho, pero que
muchísimo cuidado con no meterse en el agujero equivocado. Imposible, a pesar
de su insistencia, fue el sacar algo más de aquella aprendiz de bruja de
cabellera rizada, porque como si le hubiera vaticinado el fin del mundo, tras
guardar su dinero en el bolsillo, pareció entrar en una especie de trance.
Y aquel
vaticinio le hizo temer, que su ansia y su deseo por empaparse de feromonas
femeninas fuera tan acuciante, el que metiera su sexo en un agujero que sin ser
el más conveniente, pudiera agarrarle de tal manera que no pudiera escapar de
una mujer que no le conviniera y que ese gesto puntual e instintivo se
convirtiera en una condena para el resto de su vida. Una vida que mirando hacia
delante la contemplaba más menguada que cuando volvía su vista atrás.
Amaneció
un día de primeros de julio más aburrido que otros, porque llevaba varios días
de vacaciones, despertó con su sexo alborotado recordándole al mástil de un
velero sin telas y por huir de ese descarnado ocio decidió irse a una playa
nudista que había a pocos kilómetros de su casa. A falta de manos femeninas que abrazaran su
piel se dejaría abrazar por el sol. La
playa estaba desierta, aún no era época de muchos veraneantes, y dejando su ropa
cuidadosamente doblada sobre su toalla se dispuso a dar un paseo por las dunas
que circundaban los alrededores. Se embadurnó bien con crema protectora lamentando
que no fuera una mano más suave la que se la untara, especialmente en aquellos partes
de su piel especialmente sensibles, y paseó sus desnudeces bajando y subiendo
por aquellas arenas.
Caminaba,
como se camina por la arena, con el desarmónico cimbreo de su cuerpo y ese
entrechocar de sus bolsas inferiores alternativamente con cada pierna cuando
los graznidos de una pelea entre gaviotas le hizo alzar su mirada al cielo.
Coincidió aquella alzada de cabeza con la aparición en su camino de un gran
agujero que no vio y sin darse cuenta metió sus pies en él, siguiéndolos a
ellos todo su cuerpo. Probablemente fue
sólo un instante pero él se sintió volar, pensó en aquellas gaviotas, mientras
se sumía en la penumbra, hasta aquel momento en que llegó al fondo y lo vio
todo negro.
Cuando
despertó, no sabía cuántas horas llevaba allí, le dolían la cabeza, se la debía
haber golpeado, y el pie izquierdo como si se lo hubiera torcido en la caída.
Miró hacia arriba y a unos tres metros de altura vio el agujero por el que
había caído y el reflejo de la luz solar, ya declinando, en el cielo. Imposible
salir por sus propios medios. S puso a pedir ayuda hasta que perdió la voz
por el esfuerzo y el cielo se tornó
negro. Pasó la noche acuciado por el hambre, el frío y una desesperación que
empezó a invadirle al pensar que era posible que nunca fuera descubierto por
nadie. Agotado quedó dormido vuelto sobre sí mismo hasta que el sonido de las
gaviotas, el mismo que le había hecho caer, ahora lo despertó. Gritó para nada
hasta que el sol subió a lo más alto del cielo. En ese instante escuchó una voz
femenina cantar, de nuevo llamó a voz en grito y esta vez sus ruegos fueron
escuchados, viendo asomar una mujer de nariz chata y pecosa que lo observaba
con curiosidad.
Enterada y sorprendida de lo que le había sucedido, le lanzó el extremo de su toalla y tras un rato de
tirar y el destrozo de sus rodillas y uñas contra las paredes tras aquella
sinuosa escalada en diez minutos logró salir a la superficie. Se desplomó sobre
la superficie, mientras su salvadora, como bien observó, otra aficionada al
nudismo de pechos revoloteando le sonrió con simpatía. Poco después ella se
volvió a recogerse una cola en esa melena enmarañada tras el esfuerzo y él pudo
observar su espalda acabadas en unos glúteos curvadamente hermosos y de algo
estuvo seguro: acabaría acercándose mucho a aquella mujer y desde luego aunque
probara en todos sus agujeros, ninguno de ellos tendría ya el peligro de ser el
agujero equivocado.