martes, 29 de enero de 2013

El agujero equivocado


         Hay épocas en la propia existencia en que se camina especialmente cabizbajo, con la cabeza hundida entre los hombros, como ahora le sucedía a Bruno. Había entrado ya en los cincuenta, en esa pesarosa década, como definía él a este momento de su vida.
            Atrapado en un trabajo aburrido en el que las horas cotidianas se desgranaban con lentitud de tortuga, el resto del día lo soportaba sumido en una tediosa soledad. Se sentía solo, sí esa era la mayor característica de su vida. Sólo en algunos períodos de su vida había estado emparejado. Había sido hombre de gustos distinguidos y siempre había valorado a esas mujeres más estilosas que bellezones, esas capaces de conjuntar el tono del lápiz de labios con el de las uñas de los pies o que en el momento de desnudarse o que su ropa interior fuera tan primorosa como la que descansaba cuidadosamente doblada sobre la silla. El que no fuera así, le hacía apartarse de ellas. Pero de esas experiencias hacía demasiado tiempo…
            Su soledad se había convertido en una verdadera prisión a sus instintos y algunos días lo estaba llevando al borde de su desesperación. Se consideraba más que habilidoso, sexualmente hablando, pero últimamente algo le obsesionaba machaconamente: el meter su sexo en un agujero equivocado. Esa obsesión tuvo su fundamento en un viaje de fin de semana que hizo a Madrid. Paseaba por el paseo que hay junto al estanque del Retiro cuando por malsana curiosidad se acercó, a la mesa de una las adivinadoras de porvenir. Era una mujer entrada en los cuarenta de rizos salvajes y mirada inquisitiva. Desplegó las cartas sobre la mesa y tras algunas generalidades, le dijo que tuviera mucho, pero que muchísimo cuidado con no meterse en el agujero equivocado. Imposible, a pesar de su insistencia, fue el sacar algo más de aquella aprendiz de bruja de cabellera rizada, porque como si le hubiera vaticinado el fin del mundo, tras guardar su dinero en el bolsillo, pareció entrar en una especie de trance.
            Y aquel vaticinio le hizo temer, que su ansia y su deseo por empaparse de feromonas femeninas fuera tan acuciante, el que metiera su sexo en un agujero que sin ser el más conveniente, pudiera agarrarle de tal manera que no pudiera escapar de una mujer que no le conviniera y que ese gesto puntual e instintivo se convirtiera en una condena para el resto de su vida. Una vida que mirando hacia delante la contemplaba más menguada que cuando volvía su vista atrás.
            Amaneció un día de primeros de julio más aburrido que otros, porque llevaba varios días de vacaciones, despertó con su sexo alborotado recordándole al mástil de un velero sin telas y por huir de ese descarnado ocio decidió irse a una playa nudista que había a pocos kilómetros de su casa.  A falta de manos femeninas que abrazaran su piel se dejaría abrazar por el sol.  La playa estaba desierta, aún no era época de muchos veraneantes, y dejando su ropa cuidadosamente doblada sobre su toalla se dispuso a dar un paseo por las dunas que circundaban los alrededores. Se embadurnó bien con crema protectora lamentando que no fuera una mano más suave la que se la untara, especialmente en aquellos partes de su piel especialmente sensibles, y paseó sus desnudeces bajando y subiendo por aquellas arenas.
        Caminaba, como se camina por la arena, con el desarmónico cimbreo de su cuerpo y ese entrechocar de sus bolsas inferiores alternativamente con cada pierna cuando los graznidos de una pelea entre gaviotas le hizo alzar su mirada al cielo. Coincidió aquella alzada de cabeza con la aparición en su camino de un gran agujero que no vio y sin darse cuenta metió sus pies en él, siguiéndolos a ellos todo su cuerpo.  Probablemente fue sólo un instante pero él se sintió volar, pensó en aquellas gaviotas, mientras se sumía en la penumbra, hasta aquel momento en que llegó al fondo y lo vio todo negro.
            Cuando despertó, no sabía cuántas horas llevaba allí, le dolían la cabeza, se la debía haber golpeado, y el pie izquierdo como si se lo hubiera torcido en la caída. Miró hacia arriba y a unos tres metros de altura vio el agujero por el que había caído y el reflejo de la luz solar, ya declinando, en el cielo. Imposible salir por sus propios medios. S puso a pedir ayuda hasta que perdió la voz por  el esfuerzo y el cielo se tornó negro. Pasó la noche acuciado por el hambre, el frío y una desesperación que empezó a invadirle al pensar que era posible que nunca fuera descubierto por nadie. Agotado quedó dormido vuelto sobre sí mismo hasta que el sonido de las gaviotas, el mismo que le había hecho caer, ahora lo despertó. Gritó para nada hasta que el sol subió a lo más alto del cielo. En ese instante escuchó una voz femenina cantar, de nuevo llamó a voz en grito y esta vez sus ruegos fueron escuchados, viendo asomar una mujer de nariz chata y pecosa que lo observaba con curiosidad.
            Enterada y sorprendida de lo que le había sucedido, le lanzó el extremo de su toalla y tras un rato de tirar y el destrozo de sus rodillas y uñas contra las paredes tras aquella sinuosa escalada en diez minutos logró salir a la superficie. Se desplomó sobre la superficie, mientras su salvadora, como bien observó, otra aficionada al nudismo de pechos revoloteando le sonrió con simpatía. Poco después ella se volvió a recogerse una cola en esa melena enmarañada tras el esfuerzo y él pudo observar su espalda acabadas en unos glúteos curvadamente hermosos y de algo estuvo seguro: acabaría acercándose mucho a aquella mujer y desde luego aunque probara en todos sus agujeros, ninguno de ellos tendría ya el peligro de ser el agujero equivocado.

1 comentario:

  1. Parece que bien valió la pena la caída, la noche a la intemperie y algunas magulladuras a cambio del premio que iba a recibir después.
    Me ha maravillado la magia y el misterio hasta el final sobre el agujero equivodado. Con tanta desesperación y tensión sexual acumuladas, era de suponer que el agujero equivocado sería otro, bien diferente.

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