Siempre fue un misterio para mí, hasta que te
conocí, lo que tú llamabas mi cofre del tesoro. Oculto y velado a mis ojos,
incluso en esos momentos en que intentaba verlo, girando mi cabeza, se movía y
eludía mi mirada. Empecé a acostumbrarme a él a partir de que notara cómo lo
contemplabas y de que, de vez en cuando, me lo fueras describiendo: el tono de
su superficie, cada uno de sus recovecos, uno a uno sus lunares (que tanto te
provocaban)…pero la entrada a él la
tenía prohibida a cualquier goce. Me educaron en el pensamiento de que sólo era
lícito el placer por delante o por arriba y que el revés de mi cuerpo sólo
tenía una única y delimitada función. Tú me hablabas de esas nuevas
sensaciones, que yo no podía imaginar. Mi deseo por ti me empujaba a creerte,
pero mi bloqueo me podía y aquel cofre permaneció herméticamente cerrado.
Hasta
aquel día… Todavía no sé muy bien cómo lo hiciste, pero debías de estar tan
harto de insistirme que ya no me dijiste nada y en vez de articular palabras,
usaste tu lengua de una manera diferente para convencerme. Aprovechando que
estaba tumbada desnuda y boca abajo, se alió con tus dedos en caricias suaves y
repetitivas que arrancaban, de la zona situada bajo mi espalda, deleites de
progresiva intensidad. Aunque era un día fresco de los poros excitados de mi
piel brotaban gotas brillantes de sudor. Hubo un instante en el que tu lengua
me pulsó me un determinado punto,
situado entre mis nalgas, y me provocó una corriente eléctrica de apetitos
nuevos, que derribó mis muros más firmes. Mi mano, entonces, se deslizó hacia
la tuya, apretándola, como si con ello te hiciera entrega de la llave mágica
del cofre de mis tesoros.
Percibí cómo la cogías entre tus manos y te aproximabas a mí con la suavidad del vuelo de una mariposa,
explorabas con mimo deseoso aquella entrada y sin aprovecharte de la confianza
que te había entregado la fuiste, muy poco a poco, introduciendo en mi
cerradura. Sentí una sensación extraña ¿molesta?, pero paradójicamente gustosa,
eso fue sólo unos instantes porque aquella aparente incomodidad fue
transformándose en un manantial de deseo que fue invadiendo todo mi cuerpo. Yo
quería más, mucho más, sentir como esa llave seguía su camino. Un cosquilleo
gratamente insoportable me produjo el contacto alborotado del vello de tu pubis
con mi piel. La persistente penetración de la llave con las paredes de mi
cerradura se transformó en intensa caricia y fue fluyendo hasta la mayor de mis
honduras con suma habilidad. Llegó un momento en que ya no pude aguantar más,
fue como si los goznes necesarios hicieran saltar de golpe la tapa de aquel cofre, que ha quedado
abierto, de par en par, y en el que desde entonces compartimos nuestro mutuo placer.