...es acercarme a ti y mirarte, mirarte, mirarte, mirarte, mirarte, mirarte, mirarte...
viernes, 8 de noviembre de 2013
martes, 29 de octubre de 2013
Huida motorizada
Le
despertó el ruido de la puerta al cerrarse y girándose hacia aquel lado de la
cama, que ella había ocupado en los últimos veinte años, se dio cuenta de que
estaba vacío y que en su lugar sólo había un papel cuidadosamente doblado. Lo
tomó con sus dedos y poniéndolo a la altura de sus ojos, aún entrecerrados, se
puso a leerlo:
“Me voy. Esa cuerda de mi
paciencia, tensada hasta el máximo, ha saltado. Mi cuerpo, aunque después de
tanto tiempo esté aparentemente envuelto de tu contagiosa apatía, necesita esas caricias que durante tantos años
me has negado. Estoy harta de despertar
por las mañanas buscando el aliento de tus besos mientras girabas tus labios porque es que, a esas horas, no estabas “motivado”.
Estoy cansada de acariciar tu pecho,
recorrerlo una y mil veces con mis dedos, ante la indiferencia de tu piel y la
consciencia de que tus manos no se
separan de tu cuerpo para engalanar, con tus dedos ni siquiera mínimamente, el
mío. Mi deseo anhelante y machaconamente
truncado se ahogan en la humedad de mis lágrimas, ya secas a estas alturas.
Puedes estar tranquilo, no te intranquilizaré más acercando mi
mano a tu entrepierna a la búsqueda de esa parte de ti, que ansiaba recibir con
desesperación y que erróneamente pensaba que sería el colmo de mis goces, mientras que,
repetidamente, me tratabas con la más flácida de sus indiferencias. Dejaré para
siempre esa búsqueda fracasada de ese abrazo anhelante entre las sábanas, en la
que terminaba exclusivamente encontrando la soledad de mis brazos.
A partir de ahora sé que no cuento contigo, todos estos años me
has sumido en una equivocada duda, pero también sé que cuento totalmente
conmigo y que nunca más bombardearás mi autoestima con esa carencia tuya que
siempre disfrazabas como incapacidad mía. Te deseo lo mejor, yo por mi parte sé
que a partir de ahora sí estaré mejor que nunca. Me llevo la moto. “
Cuando él terminó de leer, le sorprendió, a través de la ventana,
el sonido del arranque de la moto, que
habían compartido de una manera más viva que el colchón. La intensidad del motor fue disminuyendo a medida que ésta se
alejaba. Él se arropó con las sábanas y cerró sus ojos para seguir durmiendo,
mientras ella, circulando por la
autopista a toda velocidad, por primera vez en mucho tiempo, al recibir de
frente sobre su cuerpo desnudo la fuerza del aire, sintió todo su cuerpo
envuelto en una maravillosa caricia.
sábado, 31 de agosto de 2013
Nostalgia de ti
Tu ausencia provoca a mi nostalgia,
que se recrea en mis recuerdos de ti. No sé por qué mi espalda te anhela de esa
manera tan desesperada tus caricias. Cierro los ojos y siento como las yemas de
tus dedos, subiendo y bajando, producen correntías de placer que se extienden
por todo mi cuerpo. Es como si tu gran
caricia placentera cubriera toda mi desnudez y la fuera embelleciendo a tu
mirada ansiosa, a tu deseo creciente y lascivo.
De la espalda desciendes a mis glúteos, me los palpas con tus manos
fuertes, tentando sus formas, descendiendo por ellos, fundiéndote en mis
honduras. Me dejo mecer en tus manos.
Me tiendes delicadamente sobre el
colchón y ahora vas gustando lentamente la suavidad de mis piernas, primero con
tus labios, la adornas de cientos de besos, luego con tu lengua. Vas dibujando
con su punta, caminos de saliva, que son caminos de placer. Un temblor sacude
mi cuerpo y el hueco entre mis piernas reclama el tacto de mi mano. Tengo que
cerrar los ojos, porque me resulta insoportable la fuerza de tu mirada felina,
devoradora y noto, como ahora, te haces dueño de mis pies. Las uñas las llevo
coloreadas en naranja y me dices, que vas a exprimir mis dedos, como si se
tratara de pequeños gajos dulzones. Y van desapareciendo en el interior de tu
boca y mi hendidura grita silenciosamente necesitando la caricia de mis dedos.
Mis dedos son hábiles y experimentados. Los noto, aceleran mi sudor y mi
placer. Mi cuerpo se agita, mi boca grita y mi cuello se bambolea adelante y
atrás…hasta que parece que caigo desde lo alto de una catarata y mi cabeza
reposa sobre mi almohada. Levanto los pies, miro los dedos coloreados de
naranja y me acuerdo de ti, como si estuvieras a mi lado.
miércoles, 21 de agosto de 2013
Paseo de-dos
Las
olas rompían contra la orilla con esos brillos de plata con que las tiñe el
atardecer, cuando ambas pasaron por mi lado. Me fijé en ellas. Las dos con
cuerpos atractivos y con edades que frisaban los treinta años llevaban unos
bikinis negros, aunque el de una de ellas se adornaba con una estrecha banda
naranja. La más alta y estilizada de las
dos, tenía una melena rizada negra que oscilaba sobre sus hombros, pechos
grandes que se agitaban bajo la tela y piernas fuertes con un bronceado color
canela. La otra, algo más baja, de piel
blanca y salpicada de lunares, que agitaba el aire con una coleta pelirroja y con
curvas más pronunciadas, portaba una braga arrugada, desapareciendo parte en su
hendidura trasera lo que dejaba al descubierto gran parte de sus glúteos.
Andaban despacio, extremadamente
lentas, con un movimiento sincopado que fue lo que atrajo mi atención. No se
desplazaban hacia delante, sino que sus cuerpos se cimbreaban en el aire
buscando cualquier contacto mutuo y el roce continuado de sus pieles. Sus manos se entrecruzaban, enganchándose
unos segundos, para después soltarse. Sus cuerpos se acercaban, hasta que sus
barrigas redondeadas se rozaban, frotándose levemente sin pudores, como si los
ombligos quisieran besarse.
En uno de esos acercamientos entre
sonrisas cómplices, de esas que sólo a ellas dos no les podían parecer bobas,
los labios de la morena aterrizaron sobre el cuello de la pelirroja cuyo cuerpo
se encogió, sin duda agitado por la sensación producida. A ambas debió de gustarles,
porque reiteraron el mismo gesto varias veces. En uno de estos, además, su mano se enganchó en la braga de la
pelirroja bajándola un poco dejando la
raja trasera, dividiendo unas nalgas blanquísimas, asomada como una sonrisa. La
pelirroja, a su vez, rodeó aquella cadera morena con su brazo y la aproximó a
la suya. Anduvieron así unos cortos
pasos. La gozosa tensión se disparó cuando, tan próximas, la morena bajó su
cuello y, al mismo tiempo, le bajó la tela desenmascarándole el pecho izquierdo,
níveo y tintado en pecas, y posó en ellos mimosamente sus labios durante unos
instantes. El pudoroso rubor, de puro disfrute, de la pelirroja se confundió
con el rumor del viento. Se puso, seguidamente, de puntillas horadando la arena
con los dedos de sus pies y sus labios
se engancharon en los labios ajenos. Al separarlos, ambas se miraron a los ojos
con una ternura tan mágica que pareció paralizar todo lo que sucedía en la
playa. Vestidas de sonrisas se cogieron de la mano y como si ahora tuvieran
alas en los pies se introdujeron en el mar.
sábado, 15 de junio de 2013
Dulce
Al fin el sol
empezaba a calentar como es debido, pensó Antonio, cuando paseaba con sus
andares de prejubilado, manos en los bolsillos, bajo el sol de mediodía. Hoy se
había puesto, por primera vez, sus pantalones cortos y disfrutaba de la caricia
de aquellos rayos en sus brazos y piernas. Paseaba meciendo su mirada, mientras
observó que aquel calor parecía haber recortado hasta extremos inverosímiles
los largos de las telas de los vestidos, lo que hacía que hoy florecieran las piernas
femeninas de una manera muy especial. Sus gafas de sol le servían de cobijada
atalaya desde la que divisaba aquel concierto de piernas desnudas con las que
se cruzaba.
¡Qué diferentes eran unas de otras! Las
había extremadamente delgadas como piernas de zancudas, otras en cambio
hinchadas como ánforas griegas, algunas musculosas que parecían que fueran
echar a correr en cualquier momento y al fin otras en que sus turgencias
parecían esculpidas por el más hábil de los escultores. Las había de tonos
lechosos, casi transparentes, otras anaranjadas, pero las que más engalanaban
el paisaje eran las del tono café con leche. Había algo que le trastornaba
especialmente, cuando las piernas se estilizaban sobre unos acentuados tacones.
Él iba poniendo mentalmente sus notas cual jurado de un concurso de belleza.
Tenía sed y le apeteció tomarse una
cerveza bien fresca. Se detuvo delante de una terraza pero sólo había una silla
vacía, junto a una mesa donde una mujer cuarentona, algo más joven que él, se
acababa de sentar. Se fijó en su cara de cansada y en cómo suspiraba en el momento en que sus amplios pechos, separados por un largo escote, reposaron sobre la tapa de mármol de la mesa. El ruego que le hizo Antonio
de si podía sentarse a su lado es contestado con un claro: ¡Claro! La llegada
del camarero, como si hubieran llegado juntos, les hizo pedir dos cervezas a la
vez. Él se acomodó en su silla y, sin quererlo, notó el roce leve del vello de
sus piernas con las piernas de ella. Prudente, la retiró unos centímetros, pero
sorprendido notó cómo ella la acercaba de nuevo y volvía el contacto ahora con
mayor intensidad, primero rozando y luego, incluso, frotándose. ¿Era cosa suya
o aquellos pechos oscilaban desacompasados, mientras le destacaban unas
seductoras prominencias?
Bebió un trago de la cerveza fría,
queriendo calmar el ardor intenso que empezaba a sofocar su interior. Ella hizo
lo propio y al dejar la copa sobre la mesa, cuando él vio aquellos labios
ataviados por la espuma blanca se le dispararon sus instintos de tal manera
que, de pronto, encontró sus labios besando a los de ella. Sorprendido por su
gesto, lo fue más cuando los labios de ella lo succionaron como si se hubieran
buscado desde siempre. Ante eso, en un tiempo que el vecino de la mesa de al
lado estimó en catorce minutos, él dejó que su boca se abandonara, salivara,
degustara, mordisqueara, saboreara…, hasta que empapado en sudor se enderezó en
su silla. A dos bebieron el resto de sus cervezas, ella se levantó para irse,
mostrándole con el giro unos glúteos respingones. Él la detuvo agarrando su
brazo:
- ¿Cómo
te llamas?
- Dulce-
respondió ella.
Mientras
seguía paladeándose sus labios en los que se mezclaban el sabor de ella con el
de la cerveza, no le cupo ninguna duda de que así era.
jueves, 2 de mayo de 2013
Cada noche..
Cada
noche tras todo el duro esfuerzo del día, inicio mi camino hacia la cama. Me
cuesta trabajo levantarme del sofá y en esas horas de semi vigilia, me acerco a
la mesa para preparar lo que me tengo que llevar al día siguiente y no
olvidarlo. Apago las luces y todo se tiñe de esa oscuridad que semeja a la
que poco a poco en estas horas de
creciente cansancio va tiñendo mis intuiciones e ilusiones. La luz de mi mesa
de noche, cual fanal rompe la oscuridad
del pasillo, a través del cual mis pasos, acompañados de un coro de
bostezos, se arrastran lentamente como cargados de grilletes.
Destapo
las sábanas. Mi cabeza agradece el mullido apoyo de la almohada y mis piernas
se estiran con un suspiro de alivio, como si parte de su cansancio se evadiera
hacia el colchón. Me acurruco sobre mí mismo gozando de ese brevísimo y
placentero instante y con un simple clic oscurezco la habitación, mientras
anhelo gozarme de ti. Te siento a mi lado, muy cerca y mientras abro mis brazos
para rodear tu cuerpo, llevo mis labios ahítos de deseo a posarse en los tuyos.
Como cada noche siento como si el corazón se me rasgara y lamento el que, un
día más, estés durmiendo tan lejos de mí…
viernes, 26 de abril de 2013
Sin la caperuza roja
Llevo veinte años haciendo el
mismo camino, siempre con mi cesta al hombro atravesando este bosque, para ir
a ver a mi abuela. Ella cada día me aconseja y me dice que tenga cuidado de no
toparme con él. Pero no sé si es exageración o leyenda porque en todos estos
años nunca me lo he encontrado.
Hoy a
pesar de estar soleado, es como si hubiera un insólito murmullo en el ambiente que
lo carga extrañamente de un cierto tenebrismo. Noto el crujir de las hojas
secas bajo mis sandalias, las sacudidas en el aire de las ramas y, no sé por
qué, una callada presencia que me acompaña. ¿Será verdad lo que me ha contado
mi abuela? ¿Puede que haya en este bosque un ser que encierre tanta ferocidad?
Ahora sí,
estoy seguro de que he oído unos pasos como arrastrándose. Cada vez están más
cercanos. ¿Será él? Me dijo que es como los toros que la mera contemplación del
color rojo le azuza su enfado. Por si acaso me desprendo de mi chándal de
capucha roja, quedándome desnuda, y me agacho para esconderlo tras un matorral.
Siento cómo la brisa acaricia mi piel.
De pronto
se agitan unos matojos cercanos, giro la cabeza, y a través de ellos veo emerger
su impresionante figura. ¡Es verdad que existe! Es de gran estatura y a través
de su cuerpo cubierto de pelos se adivinan unos músculos fuertes y torneados.
Me mira expectante con ojos fogosos, mientras poco a poco van esbozándose las
formas de su potente sexo entre sus piernas. Un placentero temblor me recorre
de abajo a arriba. No tengo ningún miedo, pese a lo que amenazaba mi abuela, porque
estoy segura de que, no es precisamente devorarme, lo que me pretende hacer…
martes, 23 de abril de 2013
Día del libro
Te invito a un juego,
aprovechando que es el día del libro. Imagínate que mi cuerpo es un gran libro,
con muchas hojas y deja a tus dedos que acaricien, mimosa y muy
lentamente, sin estar pendiente del reloj, mi piel. Muy despacio, muy tenuemente, mientras no
dejas de mirarme, con ojos luminosos, con ojos cargados de deseo. Ni siquiera
hace falta que tengas puestas las gafas, para esa mirada prefiero, a mi vez,
ver tus ojos tal cual son, sin cristales por delante…
domingo, 14 de abril de 2013
El inicio
Me gusta dejar transcurrir el
tiempo, mientras te miro a los ojos sin decir nada. Recrearme con la luz de tu
mirada y acercar muy despacio, gustando cada milímetro que ganamos, mi rostro
al tuyo. Descansar mis manos, acomodándolas a cada lado de tu rostro, sentir el
leve roce de tus pestañas y posar mis labios dulcemente sobre los tuyos. Pasear,
muy despacio, sobre ellos, gustando las sensaciones y esa tenue humedad que va
impregnando desordenadamente la superficie de ambos labios. Alejarlos un poco,
acercarlos, apretarlos, oprimirlos, saborearlos y abrirlos hasta que nuestras
lenguas se entrelacen y exploren las honduras ajenas. Al principio con
disimulo, como quien no quiere la cosa, para luego perder la compostura y ahogarme apasionadamente
en tus sensaciones. Dejarme ir, como si me abandonara todo en ti, perder la
noción del tiempo…¡y eso es sólo el comienzo!
lunes, 18 de febrero de 2013
Melosa
Había conocido en su vida muchas
mujeres, pero tenía una queja común a todas: ninguna de ellas, ni siquiera en
la mayor de las intimidades había resultado ser melosa con él. Mientras paseaba
iba dándole vueltas a esa idea… Había sabido de la existencia de mujeres dulces
y mimosas en películas, en novelas, pero nunca había tenido una experiencia
así, una mujer que a su lado derrochara con él toda su ternura. No es que echara
de menos alguien así, es que, en este momento de su vida, la necesitaba con
verdadera ansia. Podría decirse que deseaba más sus anhelados mimos, que a la
propia mujer en sí.
Por eso no fue extraño lo que le
ocurrió en el gimnasio, mientras estaba en la cinta sin fin frente al espejo, más
de un día había divisado a su espalda a una joven de turgentes formas que
embutida en una ajustada malla, pedaleaba, sin que le pasara desapercibido el
vaivén silencioso de sus pechos. Imposible que olvidara la primera vez que le
habló, simplemente le dijo:
-¿Te queda mucho
tiempo?
No fue lo que le dijo sino cómo se lo
dijo. El pestañeo intenso de sus párpados y la sinuosa forma que dibujaba con
su cuerpo en el aire. Fue como si el tono de aquellas palabras, pronunciadas
tan lentas y dulcemente, fuera el que siempre había estado esperando. Mudo de pura idiotez cedió el puesto a ella
en la cinta y durante unos minutos se mantuvo hipnotizado viendo el movimiento
de sus firmes glúteos, mientras sus piernas caminaban a buen paso por la cinta.
Aquel instante como en Casablanca fue “el
principio de una hermosa amistad” y aparte de saludos, desde entonces compartieron
largos paseos en esas bicicletas que no van a ningún lado y charlas que, poco a
poco, fueron introduciéndose en mayores intimidades y recovecos ajenos.
Habrían pasado un par de meses desde
que se conocieron, aquel día él la veía un poco diferente. Cuando él entró en
el vestuario vacío, ella lo siguió y con esa voz que lo tanto lo atraía,
acercándose, le preguntó:
-¿Me dejas?
-Claro que sí
–se escuchó decir, sintiéndose sin posibilidad de negar nada a la portadora de
aquella voz.
Ella acercó su mano y muy despacio,
como si estuviera midiendo el tiempo con una regla invisible, fue abriendo la
cremallera. Él la miraba entre sorprendido, relajado y gozoso. Y aquella mano
estudiadamente descarada se introdujo en el interior.
-Umm- le
escuchó decir- ¡qué hermosos!¿puedo
comértelos?
-Desde luego que sí-respondió-
estaré encantado- añadió en el colmo
de la buena educación y si le pareció descarado por su parte bien que lo
disimuló.
Y ella se acercó a sus huevos,
hermosamente lisos y se los metió en la boca. Élle escuchó el paladeo de la
lengua en torno a aquella superficie e incluso el leve rasgueo que provocaba el
roce de los dientes sobre ellos. Se deleitó en que se notaba que eran manjar de
dioses para ella, mientras él la miraba complacido. Terminada aquella actividad,
tras agitar levemente sus largas pestañas, le miró a los ojos, esbozó una
sonrisa agradecida, limpiándose la boca con el dorso de la mano y cerró
cuidadosamente la cremallera.
Cuando ella salió del vestuario, él se
quedó contemplando cómo se alejaba su hermosa figura. Por un lado estaba feliz,
pero por otro…sabía que aquel día él iba a pasar hambre después de que ella se
hubiera comido los dos huevos cocidos, que llevaba en su cartera de cremallera
y que hoy constituían todo su almuerzo.
lunes, 4 de febrero de 2013
Una preocupación inquietante
Damián se subió la
manta hasta la nariz y se tocó la cabeza. Parecía que ahora ya no tenía fiebre.
Una infección de garganta le tenía postrado en la cama desde hacía tres días en
los que no había hablado con nadie. Vivía solo desde que enviudó y estaba
aburrido de estar aquí, precisamente en estos días en que se celebraba las
fiestas en el Hogar del Pensionista del que era socio. Sonó el timbre y se
levantó sorprendido, no esperaba a nadie, para abrir la puerta. Tras ella
apareció Inés y en un gesto espontáneamente pudoroso se anudó la bata que
llevaba sobre el pijama. Inés era soltera, de las que hasta hacía muy poco tiempo
cuando se le dirigían como señora, matizaba: ¡señorita! Habían hecho una buena
amistad y solía ser su pareja de baile en los guateques que organizaban allí.
-Me extrañó que no
hayas ido estos días al Hogar y vine por si te pasaba algo.
-Gracias por venir.
Estoy con dolor de garganta y no me puedo mover.
-Anda acuéstate-le
dijo Inés tomándolo tiernamente por el brazo y tapándolo, le preguntó por la
cocina y en pocos minutos le preparó un caldo caliente.
-Umm, que bien me
ha sentando- dijo devolviéndole la taza- la verdad es que hacía muchas horas en
que no tomaba algo caliente.
A continuación sacó un bote de vick
vaporub que siempre llevaba en el bolso y ni corta ni perezosa le desabotonó el
pijama, empezándole a poner suavemente en el pecho. Damián callaba y se dejaba
hacer. Estuvo a punto de hablar varias veces, pero calló, hasta que al fin
dijo:
-¿Sabes que me
encanta lo que estás haciendo?
-Yo estaba pensando
lo mismo- repuso Inés, sin dejar de acariciarle el pecho a pesar de que ya
hacía un rato que se le había agotado el vick. Siguió disfrutando con el roce
de aquella piel, mientras sumergía sus dedos arrugados en el abundante vello
blanco.
Aquellas caricias fueron despertando
en Damián sensaciones que creía dormida a la vez que en Inés creaban unos
estremecimientos que le resultaban novedosos. Lo que iba provocando aquellas
manos, la iban envalentonando y posteriormente las caricias descendieron hacia
su ombligo y su barriga, pero sin detenerse ahí. Inés agradeció que el elástico
del pantalón estuviera flojo para que no hubiera nada externo que entorperciera
su camino hacia ese rincón mágico que con un deseo creciente le apeteció tocar.
Y, sin duda, le estaba esperando, porque lo que imaginaba como un apéndice
desgarbado, se le reveló, cuando acercó su mano, como una descomunal vara. No
pudo resistir su impaciencia y aquella imagen, ansiosa y sorprendente a la vez, quedó al descubierto de sus ojos, para
inmediatamente cubrirla de besos con sus labios.
-Desnúdate- le dijo
Damián con tal delicadeza, que si le quedaba algún resto de pudor quedó
disuelto y dejando, poco a poco su ropa sobre la silla, se volvió hacia él, que
le dijo algo que hacía más de sesenta años que no le decía un hombre:
-¡Estás preciosa!
Él se echó a un lado en la cama,
haciéndole un hueco, en el que ella se colocó sin temor al contagio infeccioso. El reloj
detuvo su andadura y aquellos cuerpos vivos en sus arrugas, se perdieron en
mutuas caricias hasta que ella sintió como él la cubría por completo
haciéndola suya, hasta que quedaron exhaustos y sonrientes, rodeándose con sus
brazos mientras no se dejaban de mirar. Horas después ella se vistió y con un
suave beso se despidió dejándole en la cama, recuperándose de su enfermedad y
de aquel gratísimo esfuerzo.
Al día siguiente volvió a visitarlo.
Damián tenía mucha mejor cara, en cambio
a Inés se le veía con ojeras y cara de preocupación.
-¿Qué te pasa?- se
interesó Damián.
-He dormido poco y
le he dado muchas vueltas a la cabeza…
-¿Te arrepientes de
lo de ayer?
-No, no es eso. Me
llenaste de felicidad.
-¿Entonces…?
-Es que…como ayer
lo hicimos sin protección y hoy me dolía algo la barriga he llegado a preocuparme
por si me hubiera podido quedar embarazada…
martes, 29 de enero de 2013
El agujero equivocado
Hay épocas en la propia existencia en que se camina
especialmente cabizbajo, con la cabeza hundida entre los hombros, como ahora le
sucedía a Bruno. Había entrado ya en los cincuenta, en esa pesarosa década, como
definía él a este momento de su vida.
Atrapado
en un trabajo aburrido en el que las horas cotidianas se desgranaban con
lentitud de tortuga, el resto del día lo soportaba sumido en una tediosa soledad.
Se sentía solo, sí esa era la mayor característica de su vida. Sólo en algunos
períodos de su vida había estado emparejado. Había sido hombre de gustos
distinguidos y siempre había valorado a esas mujeres más estilosas que
bellezones, esas capaces de conjuntar el tono del lápiz de labios con el de las
uñas de los pies o que en el momento de desnudarse o que su ropa interior fuera
tan primorosa como la que descansaba cuidadosamente doblada sobre la silla. El
que no fuera así, le hacía apartarse de ellas. Pero de esas experiencias hacía
demasiado tiempo…
Su
soledad se había convertido en una verdadera prisión a sus instintos y algunos
días lo estaba llevando al borde de su desesperación. Se consideraba más que
habilidoso, sexualmente hablando, pero últimamente algo le obsesionaba
machaconamente: el meter su sexo en un agujero equivocado. Esa obsesión tuvo su
fundamento en un viaje de fin de semana que hizo a Madrid. Paseaba por el paseo
que hay junto al estanque del Retiro cuando por malsana curiosidad se acercó, a
la mesa de una las adivinadoras de porvenir. Era una mujer entrada en los
cuarenta de rizos salvajes y mirada inquisitiva. Desplegó las cartas sobre la
mesa y tras algunas generalidades, le dijo que tuviera mucho, pero que
muchísimo cuidado con no meterse en el agujero equivocado. Imposible, a pesar
de su insistencia, fue el sacar algo más de aquella aprendiz de bruja de
cabellera rizada, porque como si le hubiera vaticinado el fin del mundo, tras
guardar su dinero en el bolsillo, pareció entrar en una especie de trance.
Y aquel
vaticinio le hizo temer, que su ansia y su deseo por empaparse de feromonas
femeninas fuera tan acuciante, el que metiera su sexo en un agujero que sin ser
el más conveniente, pudiera agarrarle de tal manera que no pudiera escapar de
una mujer que no le conviniera y que ese gesto puntual e instintivo se
convirtiera en una condena para el resto de su vida. Una vida que mirando hacia
delante la contemplaba más menguada que cuando volvía su vista atrás.
Amaneció
un día de primeros de julio más aburrido que otros, porque llevaba varios días
de vacaciones, despertó con su sexo alborotado recordándole al mástil de un
velero sin telas y por huir de ese descarnado ocio decidió irse a una playa
nudista que había a pocos kilómetros de su casa. A falta de manos femeninas que abrazaran su
piel se dejaría abrazar por el sol. La
playa estaba desierta, aún no era época de muchos veraneantes, y dejando su ropa
cuidadosamente doblada sobre su toalla se dispuso a dar un paseo por las dunas
que circundaban los alrededores. Se embadurnó bien con crema protectora lamentando
que no fuera una mano más suave la que se la untara, especialmente en aquellos partes
de su piel especialmente sensibles, y paseó sus desnudeces bajando y subiendo
por aquellas arenas.
Caminaba,
como se camina por la arena, con el desarmónico cimbreo de su cuerpo y ese
entrechocar de sus bolsas inferiores alternativamente con cada pierna cuando
los graznidos de una pelea entre gaviotas le hizo alzar su mirada al cielo.
Coincidió aquella alzada de cabeza con la aparición en su camino de un gran
agujero que no vio y sin darse cuenta metió sus pies en él, siguiéndolos a
ellos todo su cuerpo. Probablemente fue
sólo un instante pero él se sintió volar, pensó en aquellas gaviotas, mientras
se sumía en la penumbra, hasta aquel momento en que llegó al fondo y lo vio
todo negro.
Cuando
despertó, no sabía cuántas horas llevaba allí, le dolían la cabeza, se la debía
haber golpeado, y el pie izquierdo como si se lo hubiera torcido en la caída.
Miró hacia arriba y a unos tres metros de altura vio el agujero por el que
había caído y el reflejo de la luz solar, ya declinando, en el cielo. Imposible
salir por sus propios medios. S puso a pedir ayuda hasta que perdió la voz
por el esfuerzo y el cielo se tornó
negro. Pasó la noche acuciado por el hambre, el frío y una desesperación que
empezó a invadirle al pensar que era posible que nunca fuera descubierto por
nadie. Agotado quedó dormido vuelto sobre sí mismo hasta que el sonido de las
gaviotas, el mismo que le había hecho caer, ahora lo despertó. Gritó para nada
hasta que el sol subió a lo más alto del cielo. En ese instante escuchó una voz
femenina cantar, de nuevo llamó a voz en grito y esta vez sus ruegos fueron
escuchados, viendo asomar una mujer de nariz chata y pecosa que lo observaba
con curiosidad.
Enterada y sorprendida de lo que le había sucedido, le lanzó el extremo de su toalla y tras un rato de
tirar y el destrozo de sus rodillas y uñas contra las paredes tras aquella
sinuosa escalada en diez minutos logró salir a la superficie. Se desplomó sobre
la superficie, mientras su salvadora, como bien observó, otra aficionada al
nudismo de pechos revoloteando le sonrió con simpatía. Poco después ella se
volvió a recogerse una cola en esa melena enmarañada tras el esfuerzo y él pudo
observar su espalda acabadas en unos glúteos curvadamente hermosos y de algo
estuvo seguro: acabaría acercándose mucho a aquella mujer y desde luego aunque
probara en todos sus agujeros, ninguno de ellos tendría ya el peligro de ser el
agujero equivocado.
miércoles, 23 de enero de 2013
No temas...
…este
encuentro, tras tanto tiempo separados. El rumor provocado por el transcurrir
de tantos años, más que un quiebro, se ha transformado en mutuo anhelo. La
distancia nos hizo soñar cada instante, uno tras otro, con el íntimo contacto
de la piel ajena. Esa piel que se ha ido cuarteándose y que surcada de arrugas
me servirá de guías por la que dirigirte mis caricias.
Bebe tranquila tu taza, paladeando
cada gota de ese vino, mientras me regocijas con esa mirada, que tanto me
gusta, cargada de descaro. Desnúdame sin manos. Ven a mis brazos abiertos con los que quiero
vestir la necesidad de tu cuerpo, balancéate en ellos. Ya ha llegado el tiempo
de que los sueños de entonces, los sueños de siempre, se disuelvan porque los
hemos convertido en realidad.
Tus manos de piel madura recrean su
experiencia en habilidades aprendidas que extraen de mí placeres insospechados
y despiertan mis quereres hacia ti. Tus pechos han modificado sus formas, sin
nada que envidiar a aquellos pezones alzados de antaño. Hoy siguen cautivando
mi mirada, más que antes si cabe, y
gravitando oscilantes en el aire, cual badajos de campana que tañen
armónicamente componiendo la mejor de tus músicas.
Acaricio tus cabellos y sorprendo esas
canas intermitentes que alegran tu melena oscura. Me gusta despeinarla y que se
desordenen cobrando esa agitada vida de pelos revueltos que cubren
pudorosamente la suave blancura de tu cuello, que ahora queda al descubierto de
mis ojos. Su visión despabila mis instintos rejuveneciéndolos hasta extremos
increíbles. ¡Te hago mía! Te siento tan mía como nunca imaginé...
jueves, 17 de enero de 2013
Entre las sábanas
Despierto
tras horas de sueño inquieto. Aún si cierro los ojos pesadillas informes se
dibujan en mi mente. A pesar de que hace frío en el cuarto noto como las gotas
de sudor se deslizan a lo largo de mi cuerpo, situado bajo el cálido cobijo del
edredón. Tu cuerpo al lado del mío dormita, enfrascado en pura ausencia. Empiezo
a clarear la mañana y a manifestarse en mí la necesidad y el anhelo de ti. Mi
cuerpo empieza a despertar a las sensaciones que no tiene, al deseo de sentir
el tuyo en contacto íntimo.
Me agito levemente en la cama, como si
con ello pudiera hacer reaccionar tu modorra física y anímica. Me toco en la
nuca, sudorosa, para levantar mi melena hacia arriba, como tú hacías en aquel
lejano tiempo en que la pasión de tan real no había tenido tiempo de
convertirse en deseo. Mis dedos rozan suavemente mis pezones que endurecidos
espontáneamente propagan corrientes eléctricas a distintas partes de mi cuerpo.
No queriendo inquietarme más de lo necesario, aquellas manos se distraen
deslizándose por mi barriga, cosquillean mi ombligo y sobrevuelan tiernamente la
hilera de vellos cortos de mi pubis.
Mi deseo crece hasta convertirse en
doloroso. Me gustaría sacudir tu cuerpo que está tan próximo como lejano al mío,
hacer que se desperece con sus extremidades abiertas y se cierren sobre mí,
ofreciéndome a tus caricias. Quiero, necesito, coger tu sexo entre mis manos,
sentir como su textura se endurece y hacerlo desaparecer en el interior de mi
boca. ¡Quiero jugar con él y ahogarlo en mi saliva! Tengo hambre de ese sabor
conocido que se encierra entre sus pliegues y se va desdibujando en mi memoria.
Pero poco a poco el paso del reloj
convierte esa ausencia en frustración y un dolor agudo, como si estuviera a
punto de venirme la regla, me atenaza entre las piernas. Me agarro a ellas
intentando calmar mi sufrimiento y mis caricias van atenuándolo, hasta que el
dolor se va mutando a una leve y placentera sensación. Y yo acelero el roce que
hace que el goce se extiende por todo mi cuerpo. Tu respiración prosigue sin
cambios en contraste con la mía que se va entrecortando primero y apresurándose
después. Mi cabeza se entrechoca varias veces con la almohada y noto en mi
labio el sabor de la sangre, al mordérmelo. Me veo como envuelta en una gran
ola y de pronto me quedo inmóvil. Ahora
roncas con más fuerza. Mis manos vuelven despacio dibujando formas sobre mi
piel en el camino hacia la cabeza y se colocan bajo ella. Miro al techo durante
unos minutos y la forma de la lámpara oscura
en el techo me semeja una sonrisa. En ese momento te giras hacia mi lado
de la cama y ruedas libremente por ella. Ya no estoy, acabo de saltar del
colchón para ir al cuarto de baño….
Vuelvo al cuarto relajadamente infeliz.
Tú sigues roncando.
domingo, 13 de enero de 2013
Simplemente, sin apellidos
Me cuesta hablarte porque
no tengo voz y eso que me conoces muy bien, en cada gesto, en cada roce.
Lo tengo por tanto complicado para expresarme y comunicarte lo que guardo en mi
interior. Nunca estoy solo siempre voy acompañado, lo que no calma esa soledad que
sólo tú atenúas. Te miro sin ojos y te siento incluso, todavía, sin tocarte. Me
siento extraño en mí mismo y si me atengo al color de mi piel, no tengo muy
clara cuál es mi raza: a veces soy blanco y minúsculo, casi desaparecido, otras
rojo y desarbolado, otras al fin morado, casi negro, y dispuesto a devorarte si
te pones por delante.
Siento, en este momento, ansias de ti
y eso se refleja en el cambio de mis formas que crecen rebosantes de energía y
firmeza. Mis arrugas se dilatan y mis líneas se ondean buscándote, para
sumergirme en ti. Entro y salgo una y
otra vez, no veo tu boca pero la imagino cómo va arqueándose en una sonrisa, hasta
ese momento en que tu respiración se atropella y tus labios se curvan en formas
imposibles, las necesarias para emitir gemidos acompasados en tu trémulo cuerpo, cuyos movimientos
terminan sucumbiendo en un silencio sepulcral. Me detengo, presto oídos sin
esas orejas de las que carezco y a continuación oigo esa carcajada, sin
palabras, que me indica que estás feliz. ¡Estoy yo también feliz!
Mi nombre, lo conoces, es pene,
simplemente, sin apellidos o polla, como prefieras y te apetezca llamarme, al
fin y al cabo soy todo tuyo o tuya…
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