miércoles, 21 de agosto de 2013

Paseo de-dos

       
               Las olas rompían contra la orilla con esos brillos de plata con que las tiñe el atardecer, cuando ambas pasaron por mi lado. Me fijé en ellas. Las dos con cuerpos atractivos y con edades que frisaban los treinta años llevaban unos bikinis negros, aunque el de una de ellas se adornaba con una estrecha banda naranja. La más alta y estilizada  de las dos, tenía una melena rizada negra que oscilaba sobre sus hombros, pechos grandes que se agitaban bajo la tela y piernas fuertes con un bronceado color canela.  La otra, algo más baja, de piel blanca y salpicada de lunares, que agitaba el aire con una coleta pelirroja y con curvas más pronunciadas, portaba una braga arrugada, desapareciendo parte en su hendidura trasera lo que dejaba al descubierto gran parte de sus glúteos.

            Andaban despacio, extremadamente lentas, con un movimiento sincopado que fue lo que atrajo mi atención. No se desplazaban hacia delante, sino que sus cuerpos se cimbreaban en el aire buscando cualquier contacto mutuo y el roce continuado de sus pieles.  Sus manos se entrecruzaban, enganchándose unos segundos, para después soltarse. Sus cuerpos se acercaban, hasta que sus barrigas redondeadas se rozaban, frotándose levemente sin pudores, como si los ombligos quisieran besarse.

            En uno de esos acercamientos entre sonrisas cómplices, de esas que sólo a ellas dos no les podían parecer bobas, los labios de la morena aterrizaron sobre el cuello de la pelirroja cuyo cuerpo se encogió, sin duda agitado por la sensación producida. A ambas debió de gustarles, porque reiteraron el mismo gesto varias veces. En uno de estos, además,  su mano se enganchó en la braga de la pelirroja  bajándola un poco dejando la raja trasera, dividiendo unas nalgas blanquísimas, asomada como una sonrisa. La pelirroja, a su vez, rodeó aquella cadera morena con su brazo y la aproximó a la suya.  Anduvieron así unos cortos pasos. La gozosa tensión se disparó cuando, tan próximas, la morena bajó su cuello y, al mismo tiempo, le bajó la tela desenmascarándole el pecho izquierdo, níveo y tintado en pecas, y posó en ellos mimosamente sus labios durante unos instantes. El pudoroso rubor, de puro disfrute, de la pelirroja se confundió con el rumor del viento. Se puso, seguidamente, de puntillas horadando la arena  con los dedos de sus pies y sus labios se engancharon en los labios ajenos. Al separarlos, ambas se miraron a los ojos con una ternura tan mágica que pareció paralizar todo lo que sucedía en la playa. Vestidas de sonrisas se cogieron de la mano y como si ahora tuvieran alas en los pies se introdujeron en el mar.

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