domingo, 29 de julio de 2012

Los viernes de doña Rosario


          Doña Rosario, así le llamaban sus alumnos, regresaba a casa, acompañada del cansancio de toda la semana. Dejaba su cartera sobre la silla y con ese simple gesto intentaba depositar todo lo que, durante aquellos siete días, le había ido socavando por dentro. Se deshizo del moño que caracterizaba su imagen y su oculta melena se desplegó sobre su nuca como un velamen sacudido por el viento. Colgó su clásico traje gris de chaqueta y falda por debajo de la rodilla, delicadamente, sobre la silla y se deshizo en el cubo de la ropa sucia de su blusa que atisbaba olor a sudor.
            Se examinó en el espejo, un examen muy diferente de los que ponía a sus alumnos, y no se disgustó, abrazada por la sedosa tela de su conjunto de ropa interior color vino tinto, se regodeaba de que los embates del tiempo no le hubieran influido en demasía, a pesar de encontrarse en la linde de la cincuentena. Se desabrochó el sujetador gozando del lento roce de los encajes deslizándose por sus orondos pechos y quedando durante un instante, enganchado en lo que ahora se habían convertido en sus cimas endurecidas. Lo dejó caer hasta el suelo y quedó solamente cubierta por aquellas bragas que ocultaban la entrada a su más sensible ranura.
            Se tumbó sobre  el colchón, haciendo que sus dedos murmullearan despacio, primero por sus labios y luego, impregnados de la humedad de saliva, los hacía descender por su cuello y dibujar líneas caprichosas sobre su pecho. En ello se mantenía sin esa dictadura del reloj que la controlaba durante la semana, hasta que, imposible de resistir la dureza de pedernal de sus pezones, sus manos se veían empujadas al hueco que, ahora anhelante, clamaba entre sus piernas. Sus caricias no iban directamente a él, pensaba si ello sería era un amargo fruto de su educación, sino a través de la tela de la braga. Primero rozaba levemente con las uñas y luego provocaba una leve fricción, reiterada, que acababa provocándole una creciente excitación que se reflejaba en la tela empapada y goteante de las bragas. En ese momento se las quitaba y las lanzaba por el aire sin la preocupación de en donde cayeran. Ahora sí, necesitaba con urgencia calmar, mediante caricias, el ansia desesperada con que suspiraba su clítoris. Deslizaba sus dedos por aquella parte de su piel que desprovista de vello era extremadamente suave. Rebuscaba como hábil zahorí por donde manaban las humedades, hasta sumergir sus dedos en ellas, y gustaba cada movimiento agitando aquella minúscula capuchita que tanto le provocaba.  Su cuello se levantaba mientas su respiración se entrecortaba volviéndose insistente. Se escuchó a sí misma en un largo y extenso gemido.
Y a pesar de las hojas de calendarios que habían transcurrido desde entonces, en aquel instante, como cada vez que lo hacía, evocaba en su memoria y sobre cada milímetro de su cuerpo, los temblores que le produjo aquel hombre de voz grave cuyo tono le derritió cuando, sosteniéndola entre sus brazos, le dijo al oído:
-¡Cuánto te deseo Charito!

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