martes, 10 de abril de 2012

No lo puedo remediar...


Cuando dejé de ser niña mis pechos crecieron y se redondearon. Al principio no tenía posibilidad de compararlos con otros y ello hacía que me parecieran “normales”, debido a esa habitualidad con que vemos lo propio cuando desconocemos lo de los demás. Pero cuando tuve la oportunidad de ir viendo pechos ajenos, me di cuenta que los míos, sin duda, eran peculiares. Su tamaño no es excesivo, aunque eso sí abrumadoramente esféricos. Mis aureolas tienen un color pardo brillante y son de tal tamaño que me ocupan casi todo el pecho destacando en su centro los que empezaron a crearme problemas: los pezones.
No, siempre no fue así,  sino que todo empezó a partir de un determinado día del que no puedo olvidarme. Estaba yo en la playa, tenía algo más de veinte años, de pronto el familiar  roce del bikini, se convirtió en una sensación muy diferente, era como si en vez de la tela, unos dedos invisibles empezaran a toquetear mis pezones. Noté cómo empezaban a cambiar de formas, se iban endureciendo y podía notar hasta los milimétricos surcos que se me iban formando en unos granulosos desniveles, a la vez empezaron a endurecerse mientras crecían desmesuradamente. Aquellos largos apéndices sobresalían tanto que, si no fuera por esa cierta presión de la tela hubieran quedado pendidos en el aire, sobresaliendo asombrosamente. Palpé “aquello”, con la yema de mis dedos, dotados de un cierto disimulo, y una especie de calambre, entre doloroso y placentero,  recorrió todo mi cuerpo. Miré la tela y era exagerada la presión del pezón sobre  ella, pareció querer atravesarla, me recordó a una serpiente que se meciera a los sones de la flauta de un encantador y pugnara por salir de la cesta.
Noté el rubor que encendió mis mejillas y rápidamente busqué el acogedor y pudoroso abrigo de una sudadera que tenía en la bolsa de playa, intentando ocultar lo indisimulable. Hacía un día de viento de levante con muchísimo calor, por eso a la amiga que me acompañaba, a quien no me atreví a contarle nada, le extrañó que me pusiera la sudadera a pesar de que casi me derrito en sudores. Transcurrida una media hora todo volvió lentamente a la posición inicial.
Desde entonces, sin avisar, me ocurría eso de vez en cuando, por lo que  siempre me acompañaba, indefectiblemente durante años, de un grueso jersey, incluso en verano. Hasta que un día… acudí a una entrevista de trabajo, dejé mis cosas junto a la secretaria y el director me hizo pasar al interior de su despacho. Tenía cara de cansado y es que, según me dijo la secretaria, era la número doce que acudía aquella mañana a la entrevista para aquella plaza. Mi currículum no era malo, observaba que ponía  cara interesada mientras lo leía, de pronto, levantando la vista del papel, me miró y al posar su vista por debajo de mi cuello, observé en su rostro un gesto de sorpresa mientras su labio inferior colgaba flácidamente por el asombro. ¡Otra vez! Se me estaban disparando los pezones y no tenía a mano el dichoso jersey… Intenté poner la cara más disimulada posible, una póker face, y fue entonces cuando sin quitarme ojo de “mis problemas”,  me sorprendieron sus palabras:
-¿Cuándo puede empezar a trabajar?
         En aquel momento “aquello” dejó de ser una contrariedad para convertirse en una inesperada arma y empezó mágicamente a ser una fuente de beneficios.  Aquellas extensas dilataciones, enfrentadas a las miradas masculinas, me reportaron elaborados piropos, más de una noche de cálidos revolcones e invitaciones a exquisitos menús. Criticada por algunas de mis amigas, no exentas de cierta envidia, por aquel espurio uso que hacía de mi delantera, yo siempre les respondía:
-Y ¿qué quieres que haga si no lo puedo remediar…?

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