Me gusta
despertar a tu lado. Abrir poco a poco los párpados y adivinarte en la
penumbra. Contemplarte cuando duermes. Recibo y acojo el calor de tu
respiración. Miro las líneas de tu rostro y un pecho que, atrevido, parece
intentar escapar de tu escueto camisón. Me acerco a ti, no aguanto más, tengo
el deseo intenso de sentirte y mis labios se humedecen instantes antes de comenzar a posarse sobre
tu cara. No quiero despertarte y te beso con toda la suavidad que puedo, como
si se posara una mariposa sobre tu piel, recorriendo levemente las líneas de tu
rostro. Gozaba contemplándolas y ahora, dibujándolas con mis labios. Muy despacio mis labios regocijan cada rincón
de tu frente y se deslizan por toda su frente, sienten el alegre cosquilleo de
tus pestañas y descienden por tus
mejillas. Rozo, ahora, tus labios y paladeo el sabor de tu saliva que resbala
mansamente a su través. Minúsculos besos, nano besos gustan cada milímetro de
tus labios y ronronean en la hondonada de tu barbilla. Voy bajando por tu
cuello como quien se desliza por una pista de mil sabores y como una bola que
crece, así lo van haciendo mis instintos, mi deseo de ti. Descanso, sólo un
instante en tu escote y mi lengua sale fuera a hurgar en el nacimiento de tus
hermosos pechos. El que se estaba saliendo se escapa del todo y su pezón se
ofrece, con descaro, a mis labios que lo apresan, como si se reencontrara con
un amante al que hace años que no ve. Es demasiado, lo sé y tu sueño no resiste
tanto. Te mueves, primero tu cuerpo casi
imperceptiblemente, luego es tu cuello el que gira y, no sé cómo, todavía con
los ojos cerrados tus labios logran cazar a los míos, humedecerlos de tu sabor
de amanecida y penetrármelos con tu lengua aún medio dormida. Son unos
instantes casi eternos, intensos, íntimos… al fin, tus ojos se entreabren y mi
boca, logra escapar para decirte:
-¡Buenos días!