Nací hace muchos años en el barrio de Santiago de Jerez
de la Frontera, en donde crecí al ritmo de bailes y cantes flamencos. Desde que
tengo recuerdos siento fluir el baile por mi sangre y hasta cuando camino por
la calle me cimbreo al aire de sus compases. Razones laborales me llevaron al
nordeste y fue cuando conocí a una catalana de rizos castaños, que se adueñó de
mi corazón. Los inicios, como suelen ser en estos casos, fueron maravillosos
pero la continuidad de la relación hizo que a mí me empezara a faltarme algo de
ella: el baile.
Y en
días azules y noches de estrella intenté enseñarle los rudimentos de esos
movimientos que eran mi vida. Ella, respondiendo a mi insistencia, lo intentó,
pero carente de todo duende, las piernas se le anudaban y se torcía los dedos
de los pies en imposibles piruetas. Me llegué a “resignar” a aquella carencia
que nos acompañaba, hasta que llegó
nuestro quince aniversario…
Llegué
a casa de trabajar y cuando le di al interruptor de la luz, ésta seguía
ausente. Siéntate en el sofá, me dijo. Y
entré en el salón, sentándome, donde una luz tenue iluminaba desde un
rincón. Una música oriental rompió el
silencio y a través de la puerta apareció ella envuelta en sinuosos movimientos
y desnuda salvo una escasa tela negra con la que velaba el hueco entre sus
piernas. Sus brazos extendidos hacia el techo descendieron por los aires
haciendo dibujos invisibles, mientras sus pechos, como dos fanales que
alumbraran su cuerpo, oscilaban desacompasada pero rítmicamente con aquella
música. En sus aureolas superlativas destacaban sus pezones cuyos centros se
acrecentaban a medida que se endurecían. Las caderas se le ondulaban,
flexionando sus piernas y adelantaba su ombligo hasta mí, tan próximo que
llegaba a aspirar el olor intenso de su sexo que untaba mi nariz tras atravesar
la tela. En un determinado momento, con un simple gesto, aquella tela se
desprendió de su cuerpo, aleteando, hasta caer sobre mis ojos. Y sentí como su más bello escondrijo con movimientos acompasados, se deslizaban por mi rostro
hasta encontrarse con mi boca. Sus piernas
colgaron por encima del sofá y sus labios con mis labios conversaron
humedecidos por el sabor intenso que manaba del manantial de sus honduras. Mi
lengua escapaba de mí hacia ella, queriendo herirla de goce, quedando quieta y
expectante cuando, tras un trabajoso ajetreo, su cuerpo cambió el ritmo de la
música por el de sus hondos gemidos y las sacudidas espontáneas e intensas del
placer. Tras ese momento sus labios y los míos quedaron quietos, en íntimo
contacto, sintiendo sólo sus mutuos latidos como si dentro tuvieran unos
pequeños corazoncitos. Nuestros cuerpos impregnados en sudor ajeno se
derrumbaron uno sobre otro…
Nunca
más, después de eso, eché de menos el baile. Me di cuenta de que ella estaba
también dotada para el baile, pero para
uno diferente y, sin duda, más gustoso que el mío.
Cada talento... es personal e intransferible.
ResponderEliminarTiene movimiento, tu post.
Yo sé menear la lengua, eso vale?
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