sábado, 18 de agosto de 2012

Su baile


          Nací hace muchos años en el barrio de Santiago de Jerez de la Frontera, en donde crecí al ritmo de bailes y cantes flamencos. Desde que tengo recuerdos siento fluir el baile por mi sangre y hasta cuando camino por la calle me cimbreo al aire de sus compases. Razones laborales me llevaron al nordeste y fue cuando conocí a una catalana de rizos castaños, que se adueñó de mi corazón. Los inicios, como suelen ser en estos casos, fueron maravillosos pero la continuidad de la relación hizo que a mí me empezara a faltarme algo de ella: el baile.

            Y en días azules y noches de estrella intenté enseñarle los rudimentos de esos movimientos que eran mi vida. Ella, respondiendo a mi insistencia, lo intentó, pero carente de todo duende, las piernas se le anudaban y se torcía los dedos de los pies en imposibles piruetas. Me llegué a “resignar” a aquella carencia que nos acompañaba, hasta que  llegó nuestro quince aniversario…

            Llegué a casa de trabajar y cuando le di al interruptor de la luz, ésta seguía ausente. Siéntate en el sofá, me dijo.  Y entré en el salón, sentándome, donde una luz tenue iluminaba desde un rincón.  Una música oriental rompió el silencio y a través de la puerta apareció ella envuelta en sinuosos movimientos y desnuda salvo una escasa tela negra con la que velaba el hueco entre sus piernas. Sus brazos extendidos hacia el techo descendieron por los aires haciendo dibujos invisibles, mientras sus pechos, como dos fanales que alumbraran su cuerpo, oscilaban desacompasada pero rítmicamente con aquella música. En sus aureolas superlativas destacaban sus pezones cuyos centros se acrecentaban a medida que se endurecían. Las caderas se le ondulaban, flexionando sus piernas y adelantaba su ombligo hasta mí, tan próximo que llegaba a aspirar el olor intenso de su sexo que untaba mi nariz tras atravesar la tela. En un determinado momento, con un simple gesto, aquella tela se desprendió de su cuerpo, aleteando, hasta caer sobre mis ojos. Y sentí como su más bello escondrijo con movimientos acompasados, se deslizaban por mi rostro hasta encontrarse con mi boca.  Sus piernas colgaron por encima del sofá y sus labios con mis labios conversaron humedecidos por el sabor intenso que manaba del manantial de sus honduras. Mi lengua escapaba de mí hacia ella, queriendo herirla de goce, quedando quieta y expectante cuando, tras un trabajoso ajetreo, su cuerpo cambió el ritmo de la música por el de sus hondos gemidos y las sacudidas espontáneas e intensas del placer. Tras ese momento sus labios y los míos quedaron quietos, en íntimo contacto, sintiendo sólo sus mutuos latidos como si dentro tuvieran unos pequeños corazoncitos. Nuestros cuerpos impregnados en sudor ajeno se derrumbaron uno sobre otro…

            Nunca más, después de eso, eché de menos el baile. Me di cuenta de que ella estaba también dotada para el  baile, pero para uno diferente y, sin duda, más gustoso que el mío.

2 comentarios: