sábado, 18 de septiembre de 2010

Gustando sabores

     
           Desde pequeña he disfrutado probándolo todo. Nunca estuve de acuerdo con aquellos cuatro sabores en los que se pretendía incluir todos. En cuanto depositaba un alimento sobre mi lengua era como si las papilas se me revolucionaran y fueran capaces de profundizar con toda su intensidad en las más complejas galimatías de sabores. Con el tiempo empecé a distinguir los sabores: distintas gamas de  dulces, de levemente amargos a agrios, dulces mezclados con salados y a modo de un arco iris elaboré  una lista de casi cincuenta sabores capaces de determinar.
                Recuerdo muy bien aquel día en que mi lengua perdió esa atadura invisible que la constreñía y se sintió libre para paladear  mucho más de lo que nunca lo había hecho, fue el día en que, por primera vez, se deslizó por la piel masculina. Descubrí sensaciones nunca jamás sentidas y cómo el sabor podía acentuarse, cuando era acompañado de otras sensaciones como la humedad o el calor. Era capaz de distinguir con la punta de mi lengua y los ojos cerrados, qué parte del cuerpo recorría. Y no te digo nada, de la primera vez que el pene fue el gozoso objetivo de mis sabores. Empecé a paladearlo, azuzada por una corriente eléctrica que partía de las puntas de mis pies y circulaba por todo mi cuerpo hasta bifurcarse a las puntas de mis pezones erectos.  Degustaba cada milímetro, lamiendo primero con mi lengua y acariciándolo entre mis labios. A medida que se endurecía los sabores suaves se transformaban en otros más amables y afrutados, para desembocar en otro tiernamente agrio en ese instante previo a que su líquido más dulce anegara mi boca y fluyera por la comisura de mis labios. Ese instante era como si me viera envuelta en una borrachera inmensa y durante unos segundos perdía algo más que mi cabeza. Luego desparramada sobre aquel cuerpo era capaz de retener durante horas todo aquel catálogo infinito de sabores.
              Pero nada es perdurablemente perfecto, cuando lo del interior del hombre me falla, el sabor de su cuerpo va deteriorándose, como si se fuera pudriendo en vida, hasta que un día aquel sabor se hace insoportable y mi lengua se resiste a acercarse a menos de varios metros de aquella piel. Cuando eso ocurre y le entra el “mono” a mi lengua, no tengo más remedio que acudir a los caramelos de fresa. Ya sé que no es lo mismo, pero…

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